martes, 30 de abril de 2013

Tranquilidad antes de la tormenta...


No puedes proteger a tus hijos de todo, la cosa no funciona así. Lo sé porque lo intento cada día.
(esto es mío)

Siempre me ha encantado la gente de todo pelaje (y viceversa) y no conozco oficio alguno con el que se te tengan que caer los anillos por lo que haces, pero desde que me vi enfrentada a unificar tareas del hogar y mercancías peligrosas (y desconocidas) como lejía, niñas, Cristasol, etc. mi respeto por la figura de la empleada del hogar se convirtió en pasmo y admiración absolutos.

Tan ferviente y desesperada debió de ser mi oración durante esas terribles tres semanas, que fue escuchada con rapidez sorprendente y encontré lo que todas las mujeres sonañamos encontrar (no, no es un chico):  La mujer perfecta. Era marroquí, un bellezón, limpia, organizada, tranquila, sonriente, amable  y no perdía nunca los nervios con mis hijas ni con mi marido… ¡Y su novio vivía a 600 kms de distancia! Hablaba español, francés y árabe (del fino, que luego por una amiga me enteré que hay dos). Y lo mejor de todo: tenía exactamente las mismas manías que yo. Al fin, un respiro.

Nunca jugué nunca a las muñecas o las casitas con mis hijas  (aunque hubo buena voluntad y un par de intentos por ambas partes), qué aburrimiento, de pequeña jugaba a las chapas y a las canicas, así que no sabía qué hacer un una miss universo de 20 centímetros, mucho menos si estaba despeinada, desnuda y con zapatos de tacón puestos. No me parecía que eso fuese juguete para niñas, pero así es ahora la cosa.
Así que, ante la posibilidad de que se aburrieran mientras yo leía, en cuanto ví que sujetaban perfectamente la espalda (me ocupé de que esto ocurriera cuanto antes), les puse una cuchara en la mano, el plato (no de plástico, ¡jamás!) en la bandeja de su trona, un babero (corto, no tipo mandil, qué horror) y les decía: "Una chica lista no mancha el borde su plato y si tarda poco en comer, puede ir antes a jugar" Lo del borde del plato, por supuesto, era para limitar el radio de acción de la papilla, no por otra cosa. Comían perfectamente, y de forma impecable, a los dos años (y si hacían alguna, allí estaba yo para enseñar). A los 3 años a mi hija mayor se le ocurrió que le gustaban mas los espaguetis con tomate que los macarrones. No problem. Le dije que le daba tres oportunidades para el cambio, informándole que los niños italianos a los dos años sabían comerlos con cuchara y tenedor sin manchar el borde (toda mi obsesión era, seguía siendo, evitar el derramamiento de tomate por todos los alrededores), y que ella tenía un año más. Lo pilló a la primera. Así que sólo tuve que darle tres clases de "Spaghetti Con Tomate Como Los Niños Italianos" antes de que manejara el tema casi mejor que yo.

La ventaja adicional de todo esto (para mí, por supuesto) es que, con el tiempo, la que vino detrás aprendió de la mayor, ahorrándome lo que hubiera debido ser mi trabajo y diversión. El día que la pequeña bajó a desayunar, con tres años, con los cordones de las botas perfectamente atados, por poco me caigo de culo; realmente, mis expectativas nunca habían sido tan locas! A partir de entonces, muchas de mis responsabilidades de maestra cayeron en los hombritos de mi hija mayor. En su momento (muy temprano), la enseñó a ducharse (por dios, no me podía creer que se habían terminado aquellas terribles sesiones de salpicamientos de agua espumosa y bandadas de patos de goma), a lavarse la cabeza sola, a atarse los cordones y a… ¡saltar de la cuna-parque!

Y todo eso nos benefició a las tres.

Hablaban y dibujaban cuasi magistralmente a muy tempranísima edad. Ante la horrible perspectiva del parque o jugar a tiendas, les ponía delante un folio y una caja de rotuladores y les decía:  Dibuja un castillo con su príncipe, la princesa y los siete enanitos (nunca fui de cuentos tampoco, los lío un poco todos). El castillo tiene que tener tres torres, una de ellas redonda, y en aquella época las princesas vestían con faldas muy largas y los castillos tenían murallas muy altas para defenderse. Con picos. Acuérdate de no mancharte los dedos ni salirte de la raya cuando los colorees.

A la media hora, mis órdenes estaban plasmadas en un papel a todo color (ventaja para ellas: buenas notas en dibujo posteriormente, asignatura que siempre es un rollo en el cole). Cuando se aburrieron de los rotuladores, rápidamente las senté delante del ordenador y les dije: En esto plano que se llama pantalla está lo de dibujar que se llama "Paint", y es mucho más divertido y fácil con esto que se llama ratón que dibujar con rotuladores. Dibuja una chica guapa, como tú.

Y al poco mi deseo se veía representado a todo color, esta vez en una pantalla luminosa (ventaja para ellas: crecieron con la idea de que eran unas chicas guapas y que podían hacer sin dificultad cualquier cosa con la que se pusieran, sólo porque mamá lo decía y luego resultaba cierto. Ventaja que, con el tiempo, ha corrido en mi favor: son perseverantes y consiguen sus objetivos). Oyendo a otras madres hablar de las adolescencias de sus hijas, estoy cada vez más agradecida a mí misma y a Dios, que me inspiró en aquella época. Pensaba pedirles a mis hijas perdón, en un momento no muy lejano, por haber sido una bruja madrastrona y poco juguetona, pero ahora que lo pienso mejor... Comprobado queda que la fe mueve montañas... O no?


De todos modos, seguía con la idea de que sólo podría hacerme cargo de mis hijas de forma segura estando en casa y abrazadas; todo lo demás era peligroso.
Por supuesto, jamás saqué a mis hijas al parque y nunca las llevé conmigo a sitio alguno que las expusiera al peligro durante más de diez minutos. Nunca salí con las dos a la vez ni a la compra hasta que no tuvieron 6 y 9 años respectivamente –y habían hecho un año de kárate en el cole (por si acaso).
Tenía obsesión con la seguridad de las niñas y la convicción de que conmigo no estaban a salvo; tenía miedo de todo, lo visible y lo invisible, durante todo el tiempo. Y aquello iba en aumento.
Llamé tanto al miedo que un día éste se cansó y me dijo: “Tú no me conoces, chica; ahora verás que cuando me pongo, me pongo…”

Y una tarde que estaba sola en casa, mientras las niñas estaban con la wonder woman en el parque y yo me tomaba una copa, supe lo que era el miedo de verdad…

sábado, 27 de abril de 2013

Dile que tu amor es para siempre, dile que sin su cariño mueres, dile dile siempre te adoraréééé...

Antes de casarme tenía seis teorías sobre cómo educar a los hijos;
ahora tengo seis hijos y ninguna teoría.
(John Wilmot)


La inmersión total (con cursillo precipitado intensivo) en el maravilloso mundo de la mamá no trabajadora me agotaba y perdí la paciencia pronto. Era muy distinto de lo que yo había soñado, todo abrazos, risas, carantoñas y felicidad. Pero, claro, había que comer y, para ello, hacer la comida; tenían que aprender y, para ello, coger el coche y llevarlas al cole (a veces llevaba el pijama debajo del abrigo, a la americana); había que dormir; y para ello no encontré la herramienta adecuada… Y todo así.
Dos semanas sin ayuda en casa no dejaba que me salieran palabras de amor… Y eso me preocupaba. A veces me tenía que sujetar para no insultarlas, y en una ocasión le dije a mi hija mayor que la odiaba cuando me sentí interrumpida tres veces en una conversación telefónica interesante. Para mí era incomprensible que unas niñas tan inteligentes no aprendieran todo a la primera. Pero, por dios, ¿cuánto se tarda en entender que a mamá no se la interrumpe si no está en posición ni disposición de recibir abrazos?; ¿o en aprender a bañarse sola, comer sopa sin ponerse perdida o pintar en papel en lugar de en pared? ¿Cuántas veces tenía que repetir todo? ¡Qué mareo!
Un día me eché a llorar de agotamiento e impotencia, por no hablar de la culpabilidad que sentía al romper mis promesas de amor eterno un día tras otro. ¿Era más fácil querer a los hijos desde un despacho? Desde luego, más cómodas eran las distancias largas, sin dudarlo.
No quería seguir luchando a brazo partido para que todo saliera en todo momento como a mí me gustaba. ¿Qué pasaba con el amor de leyenda que sentía por ellas y había decidido demostrarles cada segundo de lo que nos restara de vida?
Tras unas semanas ejerciciendo de mamá a tiempo completo, volví a reflexionar, y esta vez con lápiz y papel en la mano. Por el bien de la convivencia debería de poner unos límites mínimos. Pero, ¿cuáles? Yo no los había tenido nunca, así que estaba más bien despistada.
¿Qué me importaba de verdad que aprendieran las niñas, aparte de amar y respetar a su madre por encima de todas las cosas?
Después de mucho pensar llegué a la conclusión de que solo tres cosas me importaban de verdad. Empezaría por dos. Modales y estudios.
En principio, lo de los estudios parecía sensato. Lo de los modales, pijo. Pero hay pocas cosas más horripilantes que un niño montando un espectáculo en un restaurante, un avión o una iglesia. Sería inflexible.
Primero, que fueran buenas estudiantes; no quería que me salieran en eso a mí, que todavía tengo colgando la Física de sexto del bachiller más antiguo de España. Segundo, que fueran educadas y amables. Había visto escenas espeluznantes de madres temblonas y suplicantes, arrrodilladas ante un monstruo pelirrojo de cincuenta centímetros de largo con pataleta, tirado en el suelo del hiper y aferrado a un bote de espuma de afeitar. Había visto a padres furibundos arrearles un guantazo a un niño gritón en medio de la calle y dejarlo (y quedarse) sin respiración, cuando todavía era legal la doma clásica. Y había visto la cara de una abuelita intentando razonar en el ambulatorio con una niña empeñada en quitarse (y conseguirlo) el tutú de bailarina porque le picaba a través de las bragas. Por no hablar de esos niños gritones que saltan de mesa en mesa dando patadas en restaurantes y jugando al escondite debajo de tu mesa.
La cosa fue más fácil de lo previsto, ya que mis dos hijas nacieron con cero inclinación a llamar la atención, todo lo contrario que su amorosa mamá. Modales resueltos.
Del tercer límite importante, los horarios de llegada a casa por la noche, ya me ocuparía cuando llegase el momento. Lo más novedoso de mi decisión fue que la cariñosa educación que les ofrecería a mis hijas sería cómoda para mí también.
Como mis expectativas con respecto a mis hijas eran inamovibles y sabía con absoluta certeza que se cumplirían (serían las más-más), en cuanto me di cuenta de que esas guerras entre padres e hijos se trataban simplemente de afirmar su personalidad y no de fastidiarte la vida, me puse de rodillas, les ofrecí mi chepa y las ayudé a que se subieran. Asunto arreglado; dejaron de estar interesadas en seguir allí arriba en el mismo instante en que me arrodillé ante ellas.
Cuando descubrí lo fácil que era educar a dos hijas, me entró un ataque fortísimo de amor, las abracé y les repetí que siempre las querría más que a nada después de mi. Tan fuerte fue el ataque de amor que les prometí que dejaría de beber. Se asustaron porque no sabían que me refería al vodka y me preguntaron que si me moriría de sed. ¡Tan tiernas!

A partir de ahí, todo iría como la seda, estaba segura…

lunes, 22 de abril de 2013

REAL MAMMA LIFE...


Quien no trabaja no descansa
(Thomas Carlyle,  pensador inglés, 1795-1881)


Dicho y hecho, dejé mi empleo y me zambullí de lleno en el mundo de la vida del hogar y del amor.

No sabía muy bien cómo funcionaba mi propia casa, pero antes muerta que confesarlo.  Lo dejaba todo en manos de la persona que estuviera en ese momento trabajando para nosotros, y le pedía a dios o al diablo que ella sí supiese lo que había que hacer.

No puedes dar instrucciones sobre lo que no sabes hacer, y yo ni siquiera sabía lo que tenía que exigir, aparte de que todo esté impecable (signifique eso lo que signifique). Así que utilizaba una agencia para la primera criba de las personas que contrataba para ayudar en casa desde que nacieron las niñas. Me hacía la desesperada y les pedía que me mandaran a alguien “que le gusten las niñas, que cocine perfectamente, que sea limpia, organizada y espabilada, sin ataduras familiares, que tenga iniciativa, buen carácter, buena presencia, que sepa coger el teléfono como corresponde y llevar una casa” (fuera eso lo que fuese). Como cuando hablo con alguien desconocido haciéndome la muy amiguita resulto muy asequible y encantadora, me las mandaban ya con esa primera criba hecha. O eso creía yo.

Luego,  mis entrevistas a las candidatas eran, en realidad, una farsa. Yo ya las había contratado en mi cabeza sin haberlas visto siquiera, pues daba por hecho que la agencia había hecho su trabajo.

Yo: Bueno, aquí pone que tiene cinco años de experiencia…. (y hacía una pausa para ver si ponía cara de haber dicho la verdad).  Así que…. Supongo que no tenemos mucho que hablar sobre el tema. No me gusta andar detrás de las personas para ver si han hecho bien su trabajo (en tono firme). ¿Cuándo puede empezar?
Ella: No, señora, por supuesto…. (supongo que encantada). Puedo empezar de inmediato.
Yo: Bien. Mañana a las 9 aquí. Y me gusta la puntualidad.
Y la tía se debía de ir pensando que no había hecho una entrevista de trabajo más fácil en su vida. Y yo me quedaba pensando pobre mujer,  no es oro todo lo que reluce, te deseo que disfrutes de tus últimas horas antes de la esclavitud, porque solo yo sabía lo que se le venía encima.
Empezaba a la mañana siguiente  y a los dos meses la casa estaba hecha un asco porque  lo que decía su CV era mentira o era muy joven y se lo pasaba mejor jugando con las niñas que limpiando el polvo o planchando camisas.

Peeeeeeero, ahora que iba a estar en casa sería distinto. La vigilaría estrechamente (bueno, la palabra exacta era hostigaría), mi casa reluciría de amor y limpieza y mis hijas y yo disfrutaríamos mi nueva posición de mamá estará ya siempre aquí, cariño. Y, con un poco de suerte, las camisas de mi marido estarían bien planchadas esta vez (¿por qué las camisas de los maridos siempre tienen alguna arruga que tú no ves antes que ellos?).

* * * * *

El primer día me levanté llena de energía amorosa y corrí a despertar a mis hijas para llevarlas yo misma al cole.  Porque esta vez las acompañaría, no me limitaría a transportarlas y dejarlas caer en la puerta para salir corriendo a la oficina. Enferma de ternura, las miraba antes de tocar sus caritas dormidas y calientes con ganas de comérmelas sin patatas ni nada. ¿Podía haber algo más maravilloso que tus hijas, durmiendo confiadas, bajo tu techo? (sí, lo hay: que se despierten sin fiebre).

No fueron niñas que dieran la lata para levantarse, y se despertaban sonriendo; eran la bomba. Sus hola mami me mataban de amor y me dejaban sin respirar. No quería otra cosa en este mundo que el resto de mi vida formada por un rosario de momentos de despertar a mis hijas, abrazar sus cuerpos calentitos y nada más.  Que no existiera el colegio (luego di gracias porque existiera), que no existieran las camisas arrugadas, ni echar los dientes, ni la fiebre, ni las diarreas, ni las monjas que llamaban a la creativa caligrafía de mi hija letruja, ni los misteriosos números primos, ni los verbos irregulares, ni nada que interfiriera en la estampa perfecta de mi vida: mis hijas y yo abrazadas, calentitas y a salvo. Por siempre jamás.

Pero el mundo se ponía en marcha, y había que subir a las niñas a él (a tiempo). Yo me bajé y estuve unos años sin volver a subir a excepción de para dejar a las niñas en el cole y luego, por la tarde, a recogerlas. Tenía todo el día para disfrutar de mi idea de la dolce vita y de la perfección de mis hijas.

A la vez que yo abandoné mi puesto de trabajo, la chica que teníamos interna abandonó el suyo. Supuse que no haría falta hacer nada en casa mientras encontraba a la siguiente, pero la cosa se alargó más de los dos días previstos y a la semana no sabía qué hacer una vez mis hijas estaban a salvo en el cole. Pero sí sabía que tenía que hacer algo. Me pasé los primeros días dando vueltas por la casa como un pato fuera del agua.

¿Qué iba primero, limpiar el polvo o fregar el suelo?  Mi lógica me decía que fregar el suelo, que es lo único sucio que realmente me da asco de una casa. Pero como mi lógica no era, por lo que había oído decir desde pequeña, la lógica lógica, decidí que sería mejor empezar por limpiar el polvo;  posiblemente eso era lo que hacía (el resto de) la gente.

Me compré el plumero más largo del mercado que en vez de plumas tenía pelos de color naranja. Electrostático, una rabiosa novedad en el misterioso mundo de la limpieza hogareña. Lo cogía, estiraba el brazo y empezando y acabando por la cocina, lo pasaba por toda la casa, incluidos los techos (los techos también me dan asco con todas sus posibilidades encima de mi cabeza). Sin despegar el plumero de la superficie ni una sola vez, subía y bajaba limpiando barandillas (tres plantas de casa), puertas, lavabos, despensa, mesas, mesitas, plantas verdes con flores y sin flores, montes y valles de libros, espejos, cepillos de dientes, lámparas, cuadros, huchas infantiles y mesa de despacho, radiadores y juegos de café (de exposición). Todo lo sometía a la magia de mi plumero electrostático, y tardaba nada. Era un milagro. ¿Por se empeña la gente en las limpiezas de primavera? (hablo de oídas, no quiero saber qué son; me suenan tan bestias…).

Ahora a hacer las camas. Luego a planchar. Luego haría la comida. Esto era fenomenal: como comía sola siempre, mi comida servía de cena para el resto de la familia, ya fueran lentejas o filetes empanados. Me ahorraba un cocineo, que ya empezaba a odiar porque con la edad que tenían mis hijas no eran muy aficionadas a mi cocina creativa y preferían, invariablemente, macarrones con tomate, filete con patatas o perrito caliente (la pequeña sin tomate ni mostaza, a palo seco; admirable).

¿Y esto era el maravilloso mundo de la mamá no trabajadora? ¿Por esta mierda los maridos consideran que estás tumbada a la bartola y te retiran el derecho a comprarte maquillaje, unos trapitos, sentarte a fumar un pitillo o cualquier capricho? ¿Por esta mierda pierdes todos los derechos sociales y familiares y pasas a ser de segunda categoría? ¿Por esta mierda te castigan con su desprecio compasivo otras madres que trabajan? ¿Por esta mierda los maridos —y tus hijos cuando crecen un poco— suponen que ya no vas a saber nada sobre la actualidad mundial? (Porque claro, ni se les pasa por la cabeza que ves la tele o escuchas la radio; ¡sería el colmo! ¿Sin trabajar y viendo la tele en lugar de arrodillada fregando?). ¿Por esta mierda te llaman maruja con desprecio como si fuera algo malo? ¿Y qué hubiera sido de todos esos maridos y todas esas mujeres de pensamiento similar sin las marujas de sus madres? I wonder.

Decidí que a partir de ese momento, cuando me preguntaran en qué trabajaba, diría que en casa, y mucho. Y cuando oía a compañeras de camino declarar en alguna reunión social que no trabajaban, yo siempre añadía la coletilla: “no trabaja fuera de casa; dentro, mucho”.  Todas me miraban agradecidas; sabían de lo que estábamos hablando. Creo que fue entonces cuando nació mi rabioso corporativismo. Para mí, la mujer siempre lleva razón. Así mismo.
Porque te diré una cosa: yo me sentía mucho más relajada trabajando diez horas diarias como secretaria ejecutiva del presidente de una filial de un holding minero-financiero que pasando el plumero. (Y planchando camisas, llevando niñas y marido a sus respectivos destinos [porque ya que no haces nada, acércame a la oficina que solo está a medio Madrid de distancia], haciendo la comida, la compra, yendo al pediatra, a la tintorería, bajando fiebres y subiendo bragas, mirando lenguas blancas y cacas verdes, haciendo de Ratoncito Pérez y cubo de basura, entregada esposa y amantísima madre, educada nuera y paciente hija, interminables horas de baños inundados de bandadas de patitos que pitan, viendo a tutores y ayudando con deberes, corriendo a urgencias,  hora de la cena, la niña llora con los ojos llenos de jabón y la otra salta de la cunaparque —le ha enseñado su hermana y ha descubierto la libertad—, de repente una pared decorada con rotuladores… Y eso TODOS LOS DÍAS.)

Y por fin llega el ansiado finde que anhelas con toda tu alma para descansar. Pero lo anhelas solo hasta que recuerdas que el sábado toca suegros (a 30 km de tu casa) y el domingo padre (amante de largas y amenas sobremesas en un restaurante de sillas incomodísimas, siempre el mismo).

Y entonces empiezas a anhelar el lunes. Pero solo hasta que recuerdas que para ti ya no existe el lunes como sinónimo de descanso despachando con tu  jefe y cotilleando con tus compañeras a la hora de la comida, sino que el lunes es sinónimo de martes, miércoles, jueves y viernes, venga de tareas agotadoras  y misteriosas llenas de artilugios peligrosos que desconoces y utilizas fatal: lejía, aspiradora, cuchillo eléctrico, amoníaco, aguafuerte (¿qué será eso, por diosssssss?), rasqueta (¿?) y fregona con vida propia, por nombrar solo unos pocos de ellos.

Un lunes, a las once de la mañana, mientras tomaba una copa y reflexionaba sobre mi vida después de pasar el polvo, decidí rebelarme. Yo cambiaría el mundo de la mom at home

jueves, 18 de abril de 2013

Trabajos de Amor Perdidos


Las grandes pasiones son enfermedades incurables.
Lo que podría curarlas las haría verdaderamente peligrosas.
(Goethe)
pasión
1.
    • f. Inclinación, preferencia o deseo muy ávidos por alguna persona
    • Inclinación o preferencia muy viva por cosa
    • Padecimiento, sufrimiento.

En 1894, Pierre Giffard organizó lo que podríamos llamar el bisabuelo del actual Premio de Fórmula I para publicitar su periódico, Le Petit Journal.  El recorrido: París-Rouen, y debía hacerse en vehículo de motor sin caballos y sin asistente técnico (el mecánico de toda la vida). Toda una novedad…

Aunque no llegó el primero y por motivos que no viene al caso explicar, lo ganó Albert Lamaître, un francés de Marne, recorriendo el circuito establecido para la competición de Giffard en su Peugeot Type 7 a 19 km por hora. Después de ésa, ganó otras tres del estilo, siempre en Francia y siempre corriendo (¿¿??) con Peugeot.

Pero no sería esa la única causa de su fama ni su única manera de cambiar el mundo (muy personal por otro lado). Gracias a él se acuñó en el país vecino el término crime passionnel.  ¿Y cómo es eso? Pues muy sencillo: mató a su mujer por celos, lo que pasa es que los franceses tienen una palabra preciosa para casi todo;  que es que esta no suena ni a crimen siquiera.

Lamaître trabajaba en asociación junto a su hermano como exportador de champagne en la ciudad de Epérnay. En 1901 conoció -y se enamoró apasionadamente- de mamuasél Lucie Domény, una joven belleza de la zona que acababa de romper su compromiso con otro hombre por razones familiares (imagino que no la dejarían casarse con un pelagatos, la historia de siempre). Después de un corto noviazgo se casaron y fueron felices… durante cuatro años.

Por desgracia para todos los implicados después de ese tiempo Lucie sintió reverdecer el amor y la pasión por su antiguo novio y, valientemente,  en febrero de 1906 le pidió el divorcio a Lamaître y abandonó el hogar conyugal . ¿A cuántas miles de mujeres no les pasa esa idea por la cabeza a diario? ¿Y es eso motivo para matarlas? Es admirable que se atreviese a abandonar lo que no amaba ya (que en esa época era toda una hazaña, y no las carreritas de coches que había ganado su marido).

Pero no contaba ella con la locura y la pasión de su marido y el 7 de mayo de ese mismo año (mala fecha), durante una discusión en su casa parisina, Albert mató a Lucie de dos tiros y luego se disparó a sí mismo en la cabeza. Lo llevaron corriendo al hospital más cercano y salvó la vida (que hay algunos con una suerte....). Cuando el amante de Lucie (aka pelagatos) se enteró de la muerte de su amada, se pegó un tiro también, reuniéndose con su amada en los más allases. (Al final, en el más acá o en el más allá, burlaron a Lamaître y ganaron la partida, ¡aunque de qué manera!).

A pesar del lío que había organizado en tiempo récord, Albert Lamaître fue absuelto en septiembre de 1906 de crime passionnel, quedando acuñado el término para todo  crimen violento  -especialmente asesinato- en que el perpetrador actúa contra alguien a causa de un repentino y fuerte impulso que no puede sujetar, como pueda ser rabia, celos o corazón partío más que de forma premeditada. Alteración de conciencia transitoria o locura transitoria la llaman, y es una defensa válida en casos de asesinato (otra cosa es que luego cuele). Por su nombre (que suena rebien), el crime passionnel se asocia al romanticismo y a Francia pero dichos crímenes han existido y existen en la mayoría de las culturas. Ahora, en España al menos, lo llaman violencia de género, que suena mucho peor y tiene menos partidarios.

 *   *   *

Cada tarde llegaba a casa llena de amor loco y apasionado para reconquistar a mis hijas. Con los brazos abiertos y el bolso en bandolera, me lanzaba al salón donde mis hijas dibujaban tranquilamente  ya bañadas y  en pijama. En cuanto oían mi hola-hola-holaaaaaaaa la mayor se levantaba como un rayo y se abrazaba… a la cuidadora. La pequeña, siempre sonriente, daba algunos pasitos atrás hasta que la pared o la librería la paraban.  La cuidadora las instaba a besarme y ellas obedecían ciegamente pero con reparos.

De modo que ahora tenía otra rival: la cuidadora. Quizás debería plantearme otra estrategia. Como en los últimos resultados de mi DAFO las amenazas empezaban a superar el número manejable para posibilitar el convertirlas en oportunidades,  quizás sólo me quedaba una salida: atajar eliminando las amenazas en lugar de reciclarlas en oportunidades.

Y eso hice.

Tengo que confesar que pensé en eliminarlas de verdad, como una fantasía, claro, pero me recreaba en ella: crimen perfecto en el que me deshacía (sangrientamente) de todos los enemigos matables,  cuidadoras principalmente. Por supuesto, a Rocío no me la podía cargar porque su madre me liquidaba a mí (quiere a su hija como yo a las mías, así de locamente) y entonces no podría nunca-nunca ejecutar mi perfecto plan de amor. Dejar a las niñas huérfanas de padre era casi tan extremo como la invasión de Irak. Y finiquitar a las hadas no podía porque no las había visto nunca (que yo recordara) ni sabía por dónde se movían exactamente. Pero ¿las cuidadoras? No sería tan complicado…

En una repentina recuperación de cordura, muy impropia de mí, me limité a despedirlas  (una se fue por iniciativa propia cuando le exigí pruebas médicas juradas [¿existe eso?] de que no tenía epilepsia tras un mareo matutino). Luego empecé a contratar a personas extranjeras, pero también se hacían con el cariño de mis hijas, así que probé con extranjeras que no hablaran español. Tuve una joven portuguesa (con la que se entendían perfectamente) y, finalmente, varias personas rumanas que no hablaban ni papa mi idioma.

La pega era que no solo no podían comunicarse con mis hijas y con ello robarme su cariño, sino que tampoco podían comunicarse con la policía, los bomberos ni el médico en caso de emergencia mientras yo trabajaba. ¿Qué hacer?

Tras unos días de reflexión y las tres copas de rigor, decidí que lo mejor era dejar de trabajar. De esta manera no solo cubría en español las posibles emergencias sino que tenía un montón de horas a lo largo de todo el día para estar con mis hijas, se acostumbraran a mi presencia y acabaran por descubrir que ellas también me amaban a mí con locura y con pasión y lo harían, como yo, hasta el fin de los tiempos.

¿Un sueldo menos en casa? No me parecía ningún problema, aunque mi marido se agobiaba por el dinero de una forma que me parecía exagerada. Pero, bueno, al fin y al cabo casi todos los maridos se agobian por el dinero; no sé por qué pasa, pero es así.

Tendría que planear cómo hacerlo sin levantar sospechas en mi marido, cómo no romper definitivamente con mi jefe por causa del tema servicio doméstico  (me convenía tenerlo de mi lado; hasta entonces había sido siempre un apoyo inesperado, consentidor de todos mis locos caprichos) y, sobre todo, cómo explicarme a mí misma por qué me parecía tan buena idea algo tan extremo como abandonar mi vida profesional (porque sería para siempre, la caza del amor de mis hijas así lo exigía).

Además, aprovecharía esa nueva vida, para hacer de la mía algo nuevo de verdad; una vida con amor y sin alcohol… ¡Ja!

No podía sospechar que la vida con mucho amor y sin gota de alcohol iba a ser tan complicada…

lunes, 15 de abril de 2013

Manoteando: The hottest mamma


Un genio es alguien que tuvo la madre adecuada
(Buckminster Fuller)

El vodka tenía que ser apartado (un poco) del camino de mi proyecto. Necesitaba ver con claridad qué era blanco, qué era negro y qué era de verdad rosa.

Nunca había pensado en dejar de beber, ¿para qué? ; más que un problema era claramente una herramienta utilísima en mi vida diaria de color de rosa.

Peeeeeeeero, ahora que entraba en otra fase de la artesanía materno-amorosa tenía que calibrar bien el peso de mis herramientas. Y el vodka pesaba un poquito más de lo deseable; por ejemplo, cuando llegaba a mi tope de la tercera copa solo estaba capacitada para leer mucho, fumar a velocidad media, hablar lo justo y necesario y moverme del sofá lo mínimo imprescindible. Cualquier cosa que requiriera  un esfuerzo físico superior al de cualquiera de estas actividades (mis favoritas absolutas) me ponía de mal humor.

Y no me lo podía permitir, pues es bien sabido que la mala hostia no es la herramienta recapturadora del amor más eficaz (ni la más rápida). Era hora de pensar en apartar el vodka ¾que no huele¾ de mi camino. Una lástima, pero mi decisión era firme y muy sincerísima. 

Podría asegurar que, si lo recordaran fielmente, el sentimiento más habitual a lo largo de aquel calvario amoroso al que sometí a mis hijas, concluirían, fue el de abrumamiento. Acostumbradas a una vida en la que, por lo general, las dejaba en paz o les decía que no, la repentina inmersión total en un cursillo intensivo de amor les debió de suponer, cuando menos, un choque desestabilizador.

Porque cuando yo amo soy como la Jurado y Raphael juntos: como una ola y con la fuerza de los vientos.  Y que se aparte Madrid.

Así que supongo que les pilló de sorpresa y se sintieron un poquito… Ummmmm…. ¿acosadas?

Porque lo que yo había decidido ¾y me dirigía a ello en línea recta¾ era que mis hijas serían las mujeres más felices de esta tierra (y de cualquier otra que pudiera existir en otro cualquier universo). Las más libres, las más inteligentes, las más independientes (bueno, eso no; serían mías para siempre), las más encantadoras, las más educadas, las más bilingües, las más premio-nobel, las más artistas de todas las pistas, las más hermosas, las más-más. Una tarea titánica que conseguiría con la fuerza de mi amor (como una ola y los vientos todos) y la ayuda del Universo (por aquel entonces ya había empezado yo mis pinitos en los saberes americanos de la transcendencia de la vida; ahora Dios se llamaba Universo o Fuente). Y yo sería the hottest mamma de todo el madrileño distrito de Chamartín. ¡Vaya si lo sería!


Mi madre y Goethe estuvieron siempre muy de acuerdo en cuanto a temas de educación de los hijos. Mi progenitora decía que la educación de un hijo empieza veinticinco años antes de que nazca y el genio alemán (que tuvo la madre adecuada, sin ninguna duda) clamaba que un hijo podría nacer directamente educado si los padres ya lo estuviesen al engendrarlo.

Yo no sé si nací educada, pero entre el trabajo “liberal” que mi madre y mi abuela materna hicieron conmigo, el trabajo “formal” que hicieron mi abuela paterna y las monjas del cole sumado a todo lo que llevaba leído desde que nací, podría decirse que no empezaba de cero para formar a mis hijas. Que estaba muy confusa, sí. Pero no en blanco.

Mi cabeza estallaba de ideas educativas brillantes y no pensaba más que en las sorpresas que les daría a mis hijas, inundándolas de momentos felices e inolvidables. Y sí que tuvieron sorpresas y momentos, sí. Porque aun tomado en pequeñas cantidades (y aún no era ese mi caso) el vodka es muy creativo…

Por fortuna, la memoria es piadosa y realiza cribas periódicas. Eso las salvó. Creo.


Mi amiga Izarbe vivía por entonces en Inglaterra. Allí se había casado (antes que yo) y allí había tenido a sus dos hijos (también antes que yo). Nuestro contacto era esporádico: cada equis tiempo hablábamos por teléfono y nos poníamos al día.

Conversando un día con ella, le pregunté que cómo lo había hecho para que sus hijos fueran tan inteligentes, alegres y, además, compartieran con ella hasta sus mínimas penas y alegrías en confianza total.

Ella, que no podía sospechar por nuestras conversaciones telefónicas que yo había perdido la cabeza (¿o estaba aún en ello?) me dijo con toda inocencia:

¾Pues decidí que quería que mis hijos, cuando crecieran, tuvieran unos recuerdos de su infancia y juventud alegres, realmente inolvidables…

¾¿Y cómo lo haces? ¾pregunté yo, completamente alerta.

¾Lo veo en mi cabeza como una película de cómo me gustaría a mí que fuesen las cosas si yo fuese ellos ¾amplió ella, generosa.

Como no estoy muy familiarizada con el término medio en mi vida, entendí esa información con mi cabeza y la adapté a mis necesidades, literalmente.

Y me fui al otro extremo: en favor de la felicidad absoluta de mis hijas hice desaparecer el vocablo no de mi vida maternal sustituyéndolo no por un simple , sino por el “porsupuestofaltaríamásmivida¾a veces también utilizaba reina, amordemisamores, dueñamía o encanto, [palabras que todavía uso:-)].

Y, a partir de ahí, todo se convirtió en la gran juerga. Incluida en una guerra campal (aunque soterrada) entre el padre de mis hijas y yo.

Supongo que buscando la sensatez y el equilibrio, mi marido desterró de su vocabulario el sí y lo sustituyó por el no rotundo. Y a cada no suyo, yo lanzaba cinco sí-sí-sí-sí-sí para borrar el impacto de lo negativo en la vida de mis hijas y evitar, de este modo, un posible y nada deseable mal karma en el delicado estrato mental de mis tiernas hijas. Ya había yo avanzado algo más en las teorías metafísicas y las claves de la vida, y de todos es sabido que hacen falta cinco afirmaciones positivas para borrar una negativa de tu cuerpo emocional. Y no estaba yo dispuesta a perder el partido contra el Universo por una tontería. Vamos que tenía ya bastantes enemigos (las hadas y Rocío lo habían desencadenado todo, ahora mi marido se apuntaba a ese equipo); no iba a dejar que también de sus partes se pusiera el mal karma del Universo.

El único libro que he comprado jamás sobre cómo enfrentarse a la tarea de ser madre fue el de Cómo no ser una madre perfecta, de Libby Purves, una inglesa muy salada con la que simpaticé de inmediato. Para mí, ese título fue otra señal del Universo de que iba por el buen camino hacia mi objetivo (ya recibía con claridad las señales del Universo y las interpretaba con muchísima soltura).

O sea, que existía el camino fácil y amable de inundar a tus hijos de amor y educación a partes iguales. Bieeeeeeen.

Muy contenta, en cuanto llegó mi todavía marido a casa se lo enseñé.

¾¿Cómo ser una madre imperfecta? ¾cejas elevadas¾. A ti no te hace falta este libro….

Decidí tomármelo como un cumplido; ya eran más de las siete de la tarde y el mundo era de color rosa. Y de todos modos, ¿qué iba a saber un hombre de cómo educar a unas mujeres?

¾En la próxima vida no me pido ser hija tuya ¾le dije alegremente.

No me dejaría desanimar por nada ni por nadie.

Hasta ahí podíamos llegar…

sábado, 13 de abril de 2013

¡MANOS A LA OBRA!


Y como no sabía que era imposible,
lo hizo.
(Anónimo; o eso creo)


El regreso al amor es más complicado de lo que parece. Y si el objeto de tu deseo son niñas y son, encima, tuyas, peor. Recuperar lo que descubres has perdido requiere algo más que una petición con prisas a San Antonio o Santa Rita, o una tarde en el parque de atracciones.

Y si no lo has perdido pero tú crees que sí, es todavía más difícil, porque todos tus esfuerzos abruman al contrario y acabas por aburrirlo. Así, pues, tenia que ir con mucho cuidado y planificar una buena estrategia.

Toda estrategia necesita de una sensata y minuciosa planificación, aunque no necesariamente hay que seguir los procesos mentales de Maquiavelo o Sun Tzu. Me pareció más oportuna y menos cruenta la planificación llamada Análisis DAFO.

El Análisis DAFO es una estrategia que se aplica, principalmente, a proyectos empresariales (si haces un curso en la Cámara de Comercio, te la enseñan). DAFO son las siglas de las cuatro áreas del proyecto que hay que estudiar a fondo, en este orden: 1) Fortalezas (o puntos fuertes); 2) Oportunidades; 3) Debilidades; y 4) Amenazas. (¿Y por qué se llama DAFO en lugar de FODA? I wonder)

El objeto preciso de este análisis es llegar a convertir las debilidades en fortalezas y las amenazas en oportunidades. ¡Ahí es nada! (Este análisis parece bueno para todo, no solo para proyectos empresariales, ¿eh?).

Bien, empezaría en orden. ¿Cuáles eran las fortalezas de este proyecto mío? Ninguna; no había ejercido de madre porque, evidentemente, si no me había enterado de que mis hijas habían pensado (exclusivamente) en mí durante siete años de nuestras vidas no podía decirse de mí que era una madre que conociese a sus hijas. Mal asunto para empezar. Esto me desanimó un poco, no lo voy a negar.

¿Cuáles eran las oportunidades que tenía el proyecto de ser un éxito? Poquísimas. ¿Cómo conseguir que todo volviera a empezar otra vez? Mis hijas tenían ya hábitos, cuasi-personalidades, deberes, odios y aficiones que se habían forjado sin mi intervención, prácticamente. Podría pedirles que volvieran a empezar a pensar en mí, y mantuvieran ese hábito otros siete años, prometiendoles que esta vez sería diferente. Era fácil: lo único que tenían que hacer era olvidarse de las hadas y de sus amigas y centrarse en su mamá, únicamente y por solo otros siete años. Luego volverían a ser libres. A los catorce años y a los diecisiete, respectivamente. En resumen, y siendo realistas: oportunidades, po(r)quísimas.

¿Cuáles eran las debilidades del proyecto? Muchísimas, empezando porque no me gustaban los niños. Entiéndeme, me gustaban mis hijas porque eran mías, pero no porque fueran niñas. No sabía de qué hablar con ellas si no era para darles instrucciones sobre esto o aquello, prohibirles tocar un enchufe o una olla caliente, exigirles que se estuvieran quietas mientras las vestía o que se callaran cuando yo estaba leyendo o hablando por teléfono. Muchas debilidades que fortalecer...

Y, por último, ¿cuáles eran las amenazas que sobrevolaban como buitres mi proyecto? Todas. El vodka, mi miedo a no saber cuidar de mis hijas, los peligros del mundo que las podría aniquilar: una estantería inestable llena de latas de tomate en Mercadona (quizás convendría dejar de hacer la compra); una nevada (por supuesto, no las dejaba salir al jardín); un golpe en la cabeza del columpio del parque (nunca las llevé al parque); una negligencia médica (no consentiría que enfermaran jamás); caer rodando por las escaleras cuando se peleaban (les prohibí pelearse); escurrirse en el suelo recién fregado (¿y si dejábamos de fregar el suelo?), etc. Y éstas eran solo unas cuantas de las infinitas posibilidades que ofrecía el universo en cuanto a aliarse con las hadas y las rocíos para arrebatarme a mis hijas.

Examinar e intentar controlar todos los peligros posibles y mis artes maternales me estaba matando de culpa y congoja, y casi se carga mi proyecto antes de su inicio.

Pero no había contado yo con que tendría una ayuda inesperada: la de mis propias hijas, que acabarían prestándose a colaborar de muy buena gana para que este proyecto saliera adelante y viese, finalmente, la luz…

Aguantaron lo que pocas hijas creo yo han aguantado a su madre: destrozaba sus delicadas reputaciones sociales de pre-adolescentes de mil formas distintas y, aparte de un "mamá, por favor, no bailes aquí", jamás me mataron.

Pero eso es adelantar acontecimientos...

jueves, 11 de abril de 2013

CCD (y IV): Unidad de Cuidados Intensivos, última fase.

—Quiero decirte una cosa,
mas me lo impide cierto pudor…
(Safo, fr 87 Diálogo)



El concepto de cuidados intensivos fue creado por la enfermera Florence Nightingale durante la Guerra de Crimea (1854 de nuestra era), por considerar que había que separar a los soldados heridos gravemente que necesitaban una vigilancia y cuidados especiales— de aquellos que tenían heridas menores (pacientes de poca monta). Este concepto, y su aplicación en aquella guerra, redujo la mortalidad de los soldados heridos de un 40% a un 2%.

Visto lo visto —y aunque se tardó cien años en poner manos a la obra—, y a instancias del anestesiólogo Peter Safar, se desarrolló un área de cuidados intensivos en Copenhague como arma contra una epidemia de poliomielitis que asolaba el país (no te pierdas, ya estamos en 1953). Esta sensata decisión surgió —como su semilla en la guerra de Crimea— de la necesidad de vigilar y ventilar constantemente a los enfermos. El resto, ya lo conocemos todos: hay UCIs en casi todos los hospitales del mundo, incluso en furgonetas de empresas sanitarias públicas y privadas.

Los equipos técnicos de estas unidades especiales están formados por médicos y enfermeras especializados, farmaceutas clínicos y fisioterapeutas de todo tipo, entrenados para el menester. También forman parte del equipo de cuidados intensivos infinidad de aparatos de ventilación, equipos de diálisis, monitores cardiovasculares, bombas de succión, asistencia mecánica para la respiración, drenajes, catéteres, jeringuillas, vías intravenosas... Y una amplísima línea de fármacos de toda gama.

Los pacientes que entran en la UCI tienen un orden estricto de prioridad que, en caso de juntarse muchos en la entrada de ambulancias, sería: en primer lugar meterían a la persona inestable necesitada de ayuda intensiva que no se le puede ofrecer fuera de la unidad; en segundo lugar, entraría el paciente necesitado de monitorización intensiva y cuyo estado podría exigir intervención inmediata. En tercer lugar pasarían al paciente que podría recibir tratamiento intensivo para mejorar de una enfermedad grave pero sus terapias no serían necesariamente ilimitadas (solo si hay tiempo y sitio en la UCI). Y en cuarto y último lugar, entraría el paciente que no se beneficiaría de los cuidados intensivos en tan alto grado como los anteriores. O sea, que si solo hay tres camas en la UCI, éste se queda fuera y lo apañan de otra manera. Animalico…

Mi situación era, evidentemente, de extremo peligro (la guerra de Irak como entretenimiento de mis veladas, ¿recuerdas?). Así que decidí ingresarme de inmediato en cuidados intensivos.

Miré a mi alrededor y todo estaba, aparentemente, en orden, sobre todo después de la tercera copa. Mis dos hijas crecían sanas y todavía me sonreían de vez en cuando. No tenía el hígado perdido del todo. Mi matrimonio, sin novedades: muerto. Mi estado de ánimo: asustada.

Empezaría por mí y luego Dios dirá (mi otra versión de lo pensaré mañana).

Cuando tomo decisiones muy rápidas tiendo luego a buscar el equilibrio y, para alcanzarlo, la ejecución de las mismas son muy lentas; no sé por qué, pero es así.

Decidí que dejaría el alcohol poco a poco (y ya sabemos todos lo que es bajar el número de copas o cigarrillos de a poquito). También decidí que me acercaría un poco más a mis hijas. Otra decisión importante fue la de que me alejaría (un poco más) de mi marido (civilizadamente). Y la que más me animó fue la de que leería un poco más (o sea, alcanzar el nivel “a lo bestia”), que consideraba el tratamiento ideal para mi etapa de estabilización (y para cualquier otra etapa, la verdad sea dicha).

Y ésta fue por la que empecé, a lo bestia. Bajaba el nivel de anestesia por vodka pero subía el nivel de escapismo por lectura… Tenía prisa por encontrar de nuevo el color rosa en mi vida. En mi UCI lo prioritario era la recuperación por el método de “lo que tú quieras, cariño” (método ideal para otro montón de cosas).

Y ésta última decisión fue la que retrasó todo a lo largo de días (muchísimos) que se convirtieron en meses (muchos) y, luego, en años (pocos, ¿eh?).

Pero no contaba yo con la intervención divina (hacía muuuuucho que no me atrevía a pensar en ella), que siempre es sabia y sensata —y en ocasiones radical. Me tocó ésta.

Una noche, mientras cenaba con las niñas, mi hija pequeña (siete años por entonces) me miró algo compungida y me dijo:

—Mami, te quiero decir una cosa…

—¿Qué? —yo, leyendo.

—¿Te importa que ya no esté todo el día pensando en ti?

—¿Qué? —yo, a por uvas.

—Que si te enfadas si ya no pienso en ti todo el día, pero es que también pienso en las hadas y en Rocío algunos ratos… Pero se me escapa sin querer.

—¿Quéééé? —yo, helada.

Me volví a mi hija mayor, de diez años:

—¿Has oído que la niña está diciendo que pensaba en mi todo el día?

—Pues, claro, mamá; es lo normal.

—¿Cómo que claro, es que tú también piensas todo el día en mí?

—No… Ya no.

Y eso por poco me mata.

(Todavía moqueo un poco mientras lo escribo...)

Diosssssssss… ¿Dos hermosas personitas, carne de mi carne, habían estado siete años de sus vidas pensando solo en mi, mañana, tarde y noche, y yo me lo había perdido? ¿Cómo había podido dejarme birlar semejante privilegio por las hadas?

Esa noche pasaron muchas cosas en mi vida: en la mesa, me enamoré de mis hijas sin remedio, con locura y con pasión (debieron de pensar que me había vuelto loca). Y luego, en mi cama, me la pasé entera llorando, decidí divorciarme, competir a espada y puñal con las hadas y Rocíos de este mundo para mantener mi primer puesto, y también dejar de anestesiarme. El mundo era del color que era, y se acabaron los experimentos con la felicidad.

A la mañana siguiente salí de mi UCI completamente rehabilitada (metafóricamente hablando; tardé algo más) y decidida a invertir todo lo que fuera necesario para que esas criaturas de Dios y mías me volvieran a sonreír algo más que un par de veces por semana.

Costara lo que costara...