viernes, 31 de mayo de 2013

Virtudes Cardinales, o la base de la sabiduría verdadera

¿Qué cosa más rica que la sabiduría, que todo lo obra?...
Y si amas la justicia, los frutos de la sabiduría son las virtudes;
porque ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza
(Sap 8, 5-7).

Al parecer, Eva Picapiedra no poseía ninguna de estas virtudes (yo tampoco), posiblemente a causa de esos cuatro mil millones de neuronas que tenía de menos en su necio cerebro (aún no trino).  Sin duda, nuestra primera madre cometió la insensatez imperdonable de ser perezosa y rebelde, y ahora lo pagamos todas, porque vaya fama nos dejó... (aparte de condenarnos para siempre jamás a parir con dolor y sacar el lavavajillas). 
Adán rascándose la cabeza, intentando razonar con
Eva. Y where is the serpiente? Que solo veo bambis!

¿Qué le habría costado moverse un poco más a la derecha y coger un melocotón? ¿O una pera Williams? Pues no; tenía que ser la manzana. 

Como además es más lista que Adán y que Dios (soberbia), coge la manzana más gorda (avaricia y gula) que está más cerca (pereza). No le importa el mandato de Dios, que  mira que dijo bien claro que las manzanas ni tocarlas.  Se revela como la primera rebelde de la historia desobedeciendo a la más alta autoridad, porque seguro que Eva --la primera envidiosa-- quería saber, al menos, tanto como Él. ¿Qué mal había en ello?¿Por qué querría Dios privarla de su sabiduría? Algo importante esconde ese listillo. Y además, lo peor de todo es que hizo que Dios cometiera pecado capital, pues su decisión de no ir medio metro más allá a por el melocotón encendió la ira del Creador.  La muy bruja hizo que Padre cayera en falta terrenal. Imperdonable. ¡Fuera del paraíso ahora mismo!

¿Y qué hizo Adán? Todos lo sabemos: dijo la verdad verdadera; valientemente señaló con el dedo a Eva y contó la historia tal y como había ocurrido: Eva le abrió las mandíbulas a la fuerza e introdujo media manzana en su boca, empujándola bien adentro (y por poco me ahoga); luego, muy diestramente, cerró (y apretó bien) las mandíbulas que había abierto de par en par y le dijo ¡traga, maldito!... Y el hombre, después de resistirse mucho e intentar hacerla razonar por activa y por pasiva (tuve incluso que amenazarla), se tuvo que rendir a la locura de ella, y el poder de su palabrería y engatusamiento ganó como siempre. No tuvo más remedio que tragar, ¿qué otra cosa podía hacer él? Eran dos contra mí, alegó Adán en su defensa. ¡Ah, sí, que se nos olvida la serpiente! (que también era chica). Y Dios nos expulsó del paraíso a todos porque no sabía quién mentía.

(¿tenían ya hijos cuando fueron castigados? ¿existía ya la lujuria, además de todas las demás faltas capitales? ¿hubiéramos llegado hasta aquí si Dios hubiera actuado de la forma correcta quemando en la hoguera a nuestros primeros padres?)

Como Dios no parecía capaz de manejar el asunto y zanjarlo de forma definitiva, y su actuación en este primer enfrentamiento se consideró escandalosamente incompetente, muchos años y dos cerebros después, las instituciones terrenales se autodeclararon competentes en asuntos del alma y la eternidad del hombre, tomaron el mando e inventaron la doma de la especie elegida con una imaginación sin límites y un solo hilo conductor: mano dura. Aquí mando yo y que se aparte Dios, valiente perdona-castigos, que se limita a echarlos del paraíso en lugar de ahorcarlos...

(me parezco tanto a Él que temo por mis hijas y su recto destino...)

Lo primero, y por si acaso, nos declararon culpables de nacimiento, a Dios lo declararon oficialmente chico y uno (aunque la Biblia misma habla de muchos) y se inventaron el infierno. Todos nacíamos con la mancha de Eva y, mientras no te bautizaran, la inocencia de Adán no te cubría del todo, como los seguros de ahora. Así quedaba establecido el poder de las iglesias sobre los que querían salvarse. Un golpe maestro con el que nos dejaron más que predispuestos a obedecer y temer a las instituciones. Y luego critican a Maquiavelo...

¿Quien puede pretender la felicidad en esas circunstancias? De la felicidad por aquella época no se había inventado ni el nombre y, desde luego, no era un estado en el que pensaras que era importante estar.

*     *     *

La cosa tardó mucho en enderezarse (y todavía está por verse si se endereza, que somos muy desobedientes, ¿eh?) y las altas autoridades mora-terrenales intentaron hacernos hombres y mujeres de bien de todas las maneras posibles. Una de ellas fué inventarse las virtudes cardinales para paliar los efectos de los pecados capitales, que todo tiene su opuesto. Luego vinieron los castigos, ya que el infierno no ejercía suficiente presión al parecer: la hoguera para las brujas, el potro para los desobedientes, la rueda de estiramiento y desmembre para los herejes y otros inventos de utilidad variable, pero eso no fué hasta que descubrieron que no podían con nosotros.

Para bien de la Humanidad (en principio), en 1224 nace en Italia Tommaso d'Aquino y escribe, siendo relativamente joven y con muchísimo esfuerzo, su obra más conocida y principal: la Suma Teológica  (suma = complilación), un compendio que ordenaba el  apelotonamiento de preceptos religiosos y morales que pretendió regir aquel caos de pecadores (sin ningún éxito). 

Regló y explicó las virtudes cardinales peeeeeeroooo supeditándolas a otras: las virtudes teologales, aunque eso no quita importancia a las primeras que fueron las que, al final, se hicieron más famosas. Recordemos (por si le encontráis algún sentido) que cardines significa goznes. Literalmente.

Contra la soberbia, humildad; contra la lujuria, castidad; contra la gula, templanza; contra la avaricia, sencillez (la primera versión); contra la envidia, caridad; contra la ira, paciencia y contra la pereza, laboriosidad.

Según los padres de la moral  (Tomás de Aquino,  San Ambrosio, Aristóteles e incluso Platón), la prudencia señala el camino del bien y regula el entendimiento práctico; la justicia confiere a la voluntad una recta dirección y, renunciando al egoísmo, la ajusta a la realidad (¡de quién, tuya o mía?); la templanza mantiene a los afectos concupiscibles en el punto medio entre el parón total y la lascivia; y la fortaleza hace que los afectos irascibles se mantengan en su justa medida entre la flojedad y la hiperactividad desordenada. Como en todo, el punto medio es el ideal también en esto. 

La prudencia, recordemos, es el arte del buen discernimiento: ella preserva de los torcidos e intrincados caminos del pecado, protege contra las artimañas de la astuta seductora (la serpiente? Eva? las matemáticas?) y es la hija predilecta de la sabiduría. Pero escasea, como tantas otras virtudes.

En cuanto a los pecadillos, al parecer la envidia es el peor de todos los defectos posibles y somos muy aficionados a ella, como si en lugar de un pecado capital fuera una gran virtud, pero eso seguro que es porque tendemos a la perfección y nos molesta lo que no está bien hecho, sobre todo si lo han hecho mal otros (y que nosotros hubiéramos hecho muchísimo mejor, sin duda).

La envidia quedó definida como desagrado, pesar o tristeza del ánimo por causa del bien ajeno (¡qué bonito!) en cuanto que este bien ajeno se mira como perjudicial a nuestros intereses o a nuestra gloria (o lo que es lo mismo: tristia de bono alteriusin tristium est diminutivum propiae gloriae et excellentae).

La buena noticia es que la envidia no siempre es falta capital y, en ocasiones, ni es falta. Como el que hace la ley hace la trampa, los padres de la moral aconsejaron que cuando sintamos envidia averigüemos el motivo, que es facilísimo. Y una vez sepamos exactamente el origen de nuestro sentimiento:

1) Quedemos en la seguridad de que no pecamos cuando nos entristecemos por el cargo, la potestad o los bienes materiales alcanzados por quien no los merece (cosa que decidimos nosotros, por supuesto) y creemos sinceramente que podría causar daño de gravedad a sus semejantes teniendo o siendo tanto (creo que este es el clavo ardiendo que estábamos esperando todos).

2) Somos virtuosos, o al menos inocentes, cuando sentimos insatisfacción por los bienes que posee quien no los merece y a la vista (nuestra) clara de que nosotros les daríamos mejor uso que el envidiado. Un ejemplo de a quien podemos envidiar sin miedo a pecar es el avaro, que guarda y guarda y guarda y no gasta nada (no como nosotros, que gastaríamos todo lo que tuviéramos en poner el mundo en orden en cuanto a hambrunas, medio ambiente, educación y derrocaríamos gobiernos corruptos y/o genocidas).

3) No faltamos tampoco a la moral si nos entristecemos cuando ello aliente nuestro sentido de superación personal, recordándonos el tiempo y las oportunidades perdidas más que por que el otro disfrute de esos bienes que echamos en falta en nuestra vida  (a mí, la verdad, es que visto así no solo no me parece un  pecado, me parece una grandísima virtud que se une a la humildad de nuestros deseos, ya que más parece que envidiamos el tesón y el afán de trabajo del otro y no sus bienes; en fin, es solo un punto de vista).

La mala noticia es que, también según la Suma Teológica de Santo Tomás, la envidia es falta gravísima cuando lo que de verdad deseamos es ver privado al otro de tanta cosa buena de la que se ha apropiado sin merecerlo (nos correspondía a nosotros ese trozo de pastel).  Y se convierte en más grave todavía cuando esa envidia lleva a intentar privar al otro de sus bienes para apropiárnoslos, llegando incluso a mentir, traicionar, intrigar y chismorrear (sic) a tal fin. Pero, a pesar de los esfuerzos, nunca lo conseguimos, que es lo que más rabia da y te hace más infeliz (todavía).

Y ahora un acertijo: ¿Cuál es el color asociado a un pecado capital y a una virtud teologal?* 

Lamentablemente, en la búsqueda de nuestra felicidad, la famosa prudencia nos aconseja hagamos de nuestros propios asuntos la rabiosa actualidad de nuestra vida y declaremos los asuntos ajenos como algo pasado de moda y aburrido (como la falda escocesa con imperdible o el horripilante meyba, los más terribles faux pases dados jamás en la historia de la Humanidad). 

A la vista de todo el lío que organizó, ¿era Eva ya una mujer desesperada o, simplemente, estaba aburrida?














*el color verde está asociado a la envidia y a la esperanza. ¿Jelou?





domingo, 26 de mayo de 2013

Enemigos de la Felicidad con derecho a roce

No sé todavía qué nos produce más malestar: pensar que tenemos poco o saber que el otro tiene más...

He llegado a la conclusión de que todo pesar que nos acontece tiene que ver con otros y con lo que hacen, son o tienen esos otros. Mira tú, resulta que sí es cierto que todo está conectado. El loable hecho de estar siempre un  poquito descontentos con lo que tenemos o hacemos llega a niveles loquísimos en cuanto nos comparamos con otros, y lo convierte en un auténtico inferno (en italiano suena mejor), donde nos quedamos un montón de tiempo (por tontos, no por malos).

Si creemos que ganamos una pasta con nuestro trabajo, ahí está para corregir nuestra equivocación el recién llegado que trae un máster de Harvard (el nuestro es de la universidad de Granada). Si estamos contentas con nuestro tipazo, ahí tienes a la Naomi Campbell para sacarte de tu error. Si consideras que tu casa no tiene parangón en el mundo entero, tu cuñado te demuestra lo contrario con la suya. Y si te compras un barco de veinte metros, ya sabes que hay al menos un árabe y un ruso que tienen uno de cuatrocientos...

Creo que este inferno se debe no a los tristes veinte metros de nuestro velerillo, los tristísimos 90-90-90 cm de nuestro cuerpo o al patético máster granaíno. Con lo que realmente tiene que ver el infierno es con esos trescientos sesenta metros más que tiene el barco del ruso, los treinta cms menos que tiene la cintura de la Campbell o los seis mil kilómetros en avión al extranjero que el otro se ha calzado para aprender lo que tú también sabes.

Esas pequeñas diferencias, y el hecho de que sean a nuestro desfavor, es lo que nos mata (lentamente) porque nos hace insignificantes a nuestros propios ojos. En realidad, ¿para qué querríamos un barco de cuatrocientos metros si no damos fiestas multitudinarias ni podemos pagar una tripulación de cien personas o el puesto de atraque y no hablemos del gasoil necesario para ir de Valencia a Alicante?

No importa, nuestro velero ya no vale, no lo disfruto; quiero el del ruso. O mejor: quiero que nadie en el mundo más que yo tenga un barco. Punto.

Los lunes tendrían mejor fama si pudiésemos saber con absoluta certeza que el jefe o nuestro compañero de trabajo es igual de miserable que nosotros durante esos malditos días. Y seríamos más felices si nuestras amigas engordaran a (mucha) mayor velocidad que nosotras... y sus maridos se quedaran calvos antes que los nuestros.

Como para todo hay teorías, también hay varias que achacan cada dolencia a un pecadillo envidioso. Si esto es cierto (que estoy por creerlo), estoy segura de que las cataratas son consecuencia de lo que no queremos ver de la felicidad del otro y no por degeneración macular (sea eso lo que sea). Las anginas, por que no nos atrevemos a llamar hijoputa al rival cuando nos gana en tenis y alza él la copa (que debería alzar yo, pero el árbitro está comprado). La úlcera, por acumulación de mala hostia de ver día tras día cómo le queda de bien el vestido (idéntico al nuestro, qué inoportuna) a la vecina, que no es que se cuide más y coma menos madalenas y beba menos cerveza sino que la muy zorra tiene mejor genética y más dinero que tú para tratamientos especiales.

*     *     *

Los cristianísimos pecados capitales por los que se rigen todas las sectas occidentales (conocidas y no tanto) y que la Iglesia Católica instituyó como la normativa de todo lo que no tenemos que hacer, pensar o sentir, resulta que ni son siete ni los inventó Roma; ni siquiera vienen en la Biblia.

En los albores del cristianismo, los primeros doctos pensadores cristianos, Cipriano de Cartago y Alcuino de York (siglo III de nuestra era), hablaban de ocho pecados capitales pero un poco apelotonados. El monje pensador y asceta Evagrio el Solitario ordenó un poco el asunto (en el siglo VI)  haciendo una lista concreta de ocho pecados capitales.

El monje solitario los distinguió en dos grandes grupos.  Cuatro vicios concupiscibles o deseos de posesión (lo que me ha sorprendido al indagar, porque concupiscente siempre me sonó a sexo escondido... ¿concubina?), a saber: gula y ebriedad o gastrimargia (de nuevo la ecuación que no sale), avaricia, lujuria y vanagloria. Y el grupo de los cuatro vicios irascibles o  de privación, carencia o frustración: ira, tristeza, pereza y orgullo. (A mí estos últimos me parecen los peores porque con los concupiscibles por lo menos te lo pasas bien; con estos, en cambio, no tienes ninguna posibilidad de ello. Bueno, a mí el de la pereza también me va bien).

Luego vinieron otros doctos, cambiaron un nombre por otro y el orden de la lista, y pasaron a la historia por ello (San Juan Casiano, por ejemplo). Siempre hay aprovechados en todas partes. Pero no para ahí la historia, que luego llegó el papa Gregorio Magno y los resumió en siete, como ya he apuntado, varió los sumandos de orden y liquidó la tristeza (que consideraba que era meramente un hijo menor de la pereza).

Catorce siglos después del Magno, mi madre --con ayuda de la suya-- tomó cartas en el asunto y dejó los pecados capitales reducidos a dos, y con condiciones. Ella los regló así: Pecado es robar y matar... Y no siempre.

Y así las cosas, llegué al mundo. Y a la edad correspondiente, me metieron en un colegio de monjas. Y empezó mi peculiar educación mixta: monjas vs mamá y la abuela Lola (que era una fija de casa). Siendo la mayor, supongo que se emplearon a fondo conmigo. Eran unas convencidas de la educación liberal, y cada una de las dudas que yo traía a casa cada tarde eran aclaradas puntualmente con un rotundo: "Pero, ¿en qué están pensando esas monjas para asustar a las niñas de esa manera? Hija, no te creas ni una palabra, ¡qué barbaridad! ¿Cómo pueden meteros esas ideas en la cabeza? Anda, tómate la merienda, hija, que el infierno no existe". Y al día siguiente las monjas te decían lo contrario (sin picatostes ni chocolate).

La relación de mi madre y la suya con Dios era, cuando menos, peculiar. Como en todo, hacían lo que les daba la gana. Dios era Intocable, muy respetable y respetado, y amado por encima de todas las cosas y creador de todo. San Antonio y San Judas Tadeo (otros fijos de casa de los que eran ambas devotas adoratrices o jueces implacables) eran otra cosa. Estaban para servirlas y cumplir, con el milagro adecuado, todos y cada uno de sus deseos (lo  alucinante era que ambos santos las obedecían, lo que me preocupaba bastante). Y en el excepcional caso de no cumplir con lo pedido,  mi madre los castigaba: apagaba las velas votivas que ardían siempre delante de ambos y ponía sus estampas boca abajo hasta que rectificaban. El Sagrado Corazón estaba un escalón por encima de San Antonio y San Judas, y  presidía el trinchero del comedor representado por una horripilante estatua de Jesús ¿de escayola?, peinado con raya al medio y vestido de terciopelo rojo y oro. Se sentaba en un trono almohadillado con el pecho abierto por la mitad y la túnica rasgada, y su corazón palpitante y ensangrentado parecía querer saltar de su sitio chorreando rojo. Su cometido era hacer milagros de mayor envergadura que los de los santos, pero si no cumplía se le imponía también el merecido castigo: se colocaba la estatua mirando a la pared y se le daba orden estricta al servicio de no limpiarle el polvo hasta nueva orden. A mis hermanos y a mí, que estábamos en escalones inferiorísimos respecto a las hordas divinas y semidivinas, nos daba con la zapatilla en el culo para liquidar nuestras desobediencias.

En mi casa nunca se levantó la vista para mirar a Dios, porque estaba siempre en casa. En el colegio, sí.

Total, que aunque parece que nuestra educación religiosa no tiene nada que ver con el tema de nuestra felicidad, los santos cristianos hicieron mucho para que la perdiéramos. Aunque como filósofos y teólogos no dudo de que hicieron una gran labor intelectual, nos jodieron bien a muchos siglos de distancia. Sus sucesores, y las contradicciones en que incurren cada vez que hacemos preguntas, siguen haciendo de las suyas manipulando culpas y premios eternos. Aunque la culpa es nuestra (como siempre), porque tenemos cabeza para pensar y no lo hacemos casi nunca. Más culpa todavía.

*     *     *

A los trece años se me cayó la Iglesia Católica cuando me enteré de que sus bulas significaban que los que tenían dinero para pagarlas podían comer chorizo durante la Cuaresma (pecado mortal)  e incluso el Viernes Santo (pecadísimo mortalísimo). Me pareció escandaloso. Los que no pagaban, bacalao (que odio). En mi casa se daba a elegir, y ni mi padre ni yo elegíamos nunca bacalao (yo creo que mis hermanos tampoco), y luego mi madre mandaba tremenda cesta de frutas al colegio. Siempre hizo las cosas a su manera, incluso pagar las bulas.

A partir del asunto de las bulas, en cuestión de religión fui por libre. No iba a misa los domingos (mis padres tampoco) pero iba a la de los miércoles del colegio porque era obligatoria e iba a los ejercicios espirituales que organizaba el colegio porque nos lo pasábamos bomba durmiendo fuera de casa y cuchicheando hasta las tantas (aunque el precio fuesen ocho horas diarias de rezos y explicaciones inexplicables). Me confesaba pero no comulgaba (por si acaso). Hice la Primera Comunión, me confirmé y me casé por la Iglesia, pero eliminé el voto de obediencia de la ecuación (por si acaso). De los trece a los veinte años tuve un lío en la cabeza que no se lo deseo a nadie. Pero no di mi brazo a torcer y el tema de las bulas me seguía pareciendo tan escandaloso... Lo que fué una excusa genial para dejar también de confesarme, que era el único precepto que aún guardaba. Así que la culpa aumentó. Ya nadie me perdonaba oficialmente. Y no se me ocurrió que si me perdonaba yo la cosa estaba resuelta. Eso fué muchos años después.

Cualquiera que haya superado con vida su infancia es un héroe, lo digo como lo siento. ¡Hala!, ya sabes por qué te sientes tan miserable a veces. O al menos, ya sabes una de las causas. Aunque hay muchas más (pero todas conectadas :-D).


miércoles, 22 de mayo de 2013

Perdida la inocencia, en el sur se vive mejor...


A cada cerdo le llega su San Martín
(refrán español)
felicidad
      • f. Estado de ánimo del que disfruta de lo que desea.

Parece estúpido —y lo es— definir la felicidad. Para mí es igual de tonto —e imposible— que intentar describir el color rojo o el número siete. La felicidad, el color rojo y el número siete están ahí, a tu disposición, para usarlos cuando quieras y no para dirimir sobre ellos.
Me parece que los académicos de la Lengua han sido muy atrevidos definiéndola de una forma tan contundente —y tan poco afortunada. Entre otras cosas, porque nunca dejamos de desear algo; viene de fábrica por defecto en nuestra condición de especie elegida. Quiero, quiero, quiero...
Por mucho que los budistas prediquen el no deseo para alcanzar la felicidad, el mero hecho de querer alcanzarla mediante el sometimiento sado-maso de su voluntad a no querer lavadora, televisión, casa en la playa ni coche deportivo, ya es un deseo… Por el mero hecho de eliminar todo deseo de lo material  no te haces feliz (y, perdona, budista, pero eso es imposible porque aún no somos espíritu puro, y está por ver si lo seremos algún día).
La ejecución sádica de no desear nada material, quizás te pueda ayudar a no sentir tanta frustración como sentimos a veces los occidentales y aplacarte los nervios un poco (muy poco), además de aburrirte muchísimo. Pero la felicidad —tal como la entendemos los poco espirituales habitantes del llamado primer mundo—, necesita deseos cumplidos y deseos por cumplir  (¡y qué aburrido no querer tener todo lo que quieres!).
La felicidad tampoco es un estado permanente de iluminación y euforia al que se llega en Occidente cuando, a los cincuenta o los sesenta años, has conseguido todo aquello que, por supuesto, te iba a llevar a ella (terminar la carrera apropiada para forrarte, llevarte la palmadita de tu padre en la espalda, encontrar el trabajo con el que te forras, casarte con la mujer o el chico de tus sueños, tener hijos que serán perfectos y en su día se forrarán, ascender a jefe supremo en tu profesión o Presidente de la República, comprarte la (segunda) casa de tus sueños en la playa de moda o en la montaña más alta…). Todos sabemos ya que no es eso.
Todos hemos llegado a algunos, o muchos o todos esos lugares, y  ¡sorpresa!: Allí tampoco estaba la felicidad… Pero no me niegues que el viaje no ha sido heroico por lo esforzado... Jooooooo, y no ha servido para nada. Bueno, claro, ahora eres más conocido, quizás el más importante de tu círculo; te puedes comprar tres coches en vez de solo uno (para dejar dos en el garaje) y pagar siempre en el restaurante de lujo… Pero, ¿eres ya feliz para siempre jamás solo por eso? ¿Estás disfrutando cada minuto de todo lo que tienes y ya no quieres nada más nunca en la vida? Para la gran mayoría de los humanos, ni de coña.
Y es una pena, porque podrías serlo… si hubieras perseguido el objetivo ejecutando los pasos de baile correctos. ¿Y sabes por qué? Porque ningún viaje dedicado con esfuerzo solo a evitar obstáculos para llegar el primero a donde sea que vayas (con los dientes y el volante apretados, prisa por adelantar a ese que parece que va al mismo sitio, que ojalá se le pinche la rueda y no encuentre gasolinera, etc.) tiene un final feliz. Llegas agotado, tenso y cabreado cuando menos. Porque también con las prisas has podido chocar con ese árbol de la derecha que no te has dado la ocasión de ver y te ha destrozado el radiador (¡Jelóu? Alguna gasolinera por aquí?). Y aquí las matemáticas son implacables. O te relajas sin perder de vista la carretera y disfrutas el paisaje, o el viaje se convierte en un infierno más pronto que tarde. Es más, generarás tendencia a enfadarte incluso con las paredes.

J     J     J

Exista Dios o no exista, haya un paraíso o no lo haya cuando dejemos este valle de lágrimas J, es indudable que lo que más deseamos, y lo más sensato que podemos hacer mientras llega el momento de enterarnos de qué hay de verdad después de esto, es sentirnos bien ahora mismo (¿recuerdas?: presente = regalo = feliz, resulta que era verdad J).
Si en cuanto hemos conseguido algo, ya queremos lo siguiente, la supuesta felicidad más bien parece un estado permanente de insatisfacción, ¿no? Pues me cago en ella.
Según es cada uno, cada uno quiere cosas diferentes. Yo lo quiero todo. Pero mientras lo consigo, he decidido pasarlo bien.
Creo que es en el Corán donde hay un pasaje en el que se advierte a los navegantes que, a nuestra muerte,  Alá (¿se escribe así?) nos hará una sola pregunta: ¿Cuántas cosas de todas las que te he ofrecido no has disfrutado?. Y si la respuesta es incorrecta —o sea, has disfrutado poco—, ya sabes: ¡suspendido sin huríes ni nubes sobre las que saltar! (y no, no me lo voy a repasar entero para poder jurar que lo he leído allí). La verdad es que es una teoría muy sensata a más de preciosa, y decidí adoptarla en pleno ataque de felicidad. Y ahí sigo. Porque no quiero ir a Septiembre. ¿Y si luego septiembre no existe?
Parece que a la conclusión lógica que se llega es que todo depende de tu actitud, o al menos a esa conclusión llegué yo. Porque la felicidad, como vamos viendo según la perseguimos, no es un estado, sino que son varias cosas a la vez que forman una (¡dichosas ecuaciones!): una decisión que tomas, un camino que sigues y un objetivo a alcanzar. Igual que todo lo que persigues en esta vida, ¡qué sorpresa!
Para ser feliz necesitas lo mismo que para hacer una carrera universitaria u otra, educar a tus hijos en el modelo salesiano o en el sistema Montessori, vivir en Sevilla o en Madrid… Tomar una decisión. Y no plantearte si llegarás o no; simplemente, ponerte en marcha sabiendo que el sitio a donde quieres ir existe y el viaje será una pasada (porque lo será, en todos los sentidos).
Decides, tomas dirección sur y llegas, en un momento u otro, a Sevilla. Si has seguido el camino todo el tiempo sin dispersarte llegas a Sevilla en seis horas; si te has desviado, tardarás hasta seis días; pero si aún desviado sigues en la idea de vivir en Sevilla y te diriges hacia allí, antes o después llegas a Sevilla; en ningún caso llegarás a Pontevedra dirección sur.
Durante mi época de pánico descubrí muchas cosas importantes pero solo una era genial: quiero sentirme bien todo el rato. Y durante mi ataque de felicidad descubrí un montón de cosas geniales pero solo una realmente importante: que cuando te sientes bien las cosas ruedan perfectamente a tu favor y casi siempre a tu gusto. ¡¡Guau!!

*     *     *

Lo había oído y leído miles de veces —los entendidos se ponen muy pesados con esto—: tu actitud es lo que marca la diferencia entre llegar a Sevilla o perderte por el planeta.
Me resistía a creerlo, ¿eh? Que me daba mucha rabia pensar que tenía que renunciar a llevar la razón y cambiar de actitud respecto a cosas básicas como la justicia. Por ejemplo: si me habían ofendido, el ofensor debía pagar con la horca; si me habían criticado, el criticón debía ser conocido públicamente por sus miserias; si me habían rechazado, el rechazador debía conocer la vejación más absoluta, la infelicidad más negra y el rechazo más firme por parte del mundo entero (y a ser posible, que salga en los periódicos para inri total).
La mala noticia es que resulta que no funciona así. Me dio muchísima rabia descubrirlo, porque ¿quién renuncia voluntariamente y por gusto a ver crucificados a tu ex amiga, tu jefe o a Rajoy-Rubalcaba-Arturmás?  Pero tuve que renunciar al escarnio público del enemigo porque no funciona así nunca. Que lo sepas. (Hombre, el consuelillo en esto es que sabes que, según el refrán,  antes o después, el enemigo se enterará de lo que vale un peine, pero eso ya es justicia de orden tipo cósmico en la que ni entras ni sales, y no te corresponde a ti ponerle fecha de entrega J).
La buena noticia es que, a partir del momento en que asumes que no son asunto tuyo los asuntos de otros, por deducción matemática (y mira que me dan miedo las matemáticas) llegas a la conclusión de que los asuntos tuyos no son asunto de otros.  Así que, tan ricamente. Te quitas el peso del mundo de los hombros (ya sabes que el mundo giraba antes de que tú te hicieras cargo de él;  porque lo sabías, ¿verdad?) y de un tirón bajas cien kilos de peso.
Y entonces pasas a ocuparte de tus asuntos, exclusivamente. Es decir, te entregas en cuerpo y alma a la tarea de irte a Sevilla siguiendo unos pasos facilísimos:

1.     ¿Por dónde se va a Hispalis?
2.     ¿Cojo el tren, el coche o el avión?
3.     Me voy pa Sevilla, reina y mora.

Es importante que sepas que no es importante (J)  si te desvías una, cinco o mil veces; eso lo único que hace es retrasar tu llegada a Sevilla. Pero si sigues en la dirección correcta desde donde estés en ese momento, como me llamo Rosa que llegas a destino.
Todo es cuestión de actitud; en serio; y es posible e incluso fácil cambiarla: en cuanto renuncies al inmenso placer de querer dirigir el mundo estás con la proa dirigida al sur. Hay que aprender a delegar, que lo dicen todos los empresarios listos. Deja que otro dirija el mundo y cargue con él entero, y ocúpate de dirigirte tu vida, no vaya a ser que te dirija ella a ti (este es un peligro real).
Yo estoy en Sevilla desde hace mil años, así que hablo con propiedad :-D
Y lo que es mejor: no me importa contarte cómo lo conseguí. Gratis. Mientras tanto, y por si acaso Septiembre no existe, baila un poco. :-D




















viernes, 17 de mayo de 2013

Quisiera ser aurora boreal...


Quisera ser un águila real para poder volar cerca del sol,
Y conseguirte  las estrellas y la luna y ponerlas a tus pie-e-e-e-ss

Pocas palabras son tan humildes como alivio y, sin embargo, tan poderosas en su esencia. Para mí es, sin ninguna duda, sinónimo de placer.

Porque ¿qué mayor placer puede proporcionarte el alivio de quitarte un zapato que te lleva apretando todo el baile? ¿Qué mayor placer que el hecho de que te saquen, finalmente, esa muela que tu dentista lleva intentando salvar seis meses, toqueteándola sin parar? (porque es mejor conservar todas tus piezas, te dice cada semana) ¿Qué mayor placer que, a la quinta aspirina, se vaya a la mierda el dolor de cabeza que te machaca desde que amaneció?

Cuando el alivio es muy bestia porque el apretón ha sido atroz le sigue de inmediato un sentimiento de agradecimiento igual de salvaje. Y si te sientes liberado de tus sufrires cuando ya has perdido la esperanza de que la cosa cambie, el alivio es como un buen abrazo: igual de placentero, igual de consolador. Pero si, encima, el alivio es repentino, el abrazo es feroz, como de oso, y el consuelo casi inhumano.
Había dejado de beber… Y de comer. Me había quedado en 46 kilos y me preocupaba la idea de haber cambiado las copas por la anorexia. En fin, de lo malo  no era lo peor: me había quedado tipazo, seca como un sarmiento  y toda la ropa me colgaba. Me notaba las costillas, la ilusión de cualquier mujer. No hay mal que por bien no venga. Mi optimismo ciego seguía intacto.

*      *      *

El primer día sin pánico lo pasé un poco temblona, como si no terminara de creer mi videncia  de que ya se había acabado todo (¿podía ocurrir algo tan bueno?). El segundo día me sentí más valiente: fue como quitarme la faja de después del parto, que te expandes toda (por dios, ¿hay sensación mejor que esa?). El tercer día fue como el placer de rascarte donde la faja te apretó tanto; el cuarto día, un buen masaje. Y el quinto día me pilló desprevenida…
Me desperté tempranísmo, como siempre (me levanto al alba, sea verano o invierno, no me vaya a perder algo).  Me tiré de la cama y pensé: “¡A la mierda el Silva!”  y ese día no hice los ejercicios; no era capaz de sentarme y cerrar los ojos para respirar acompasadamente. Quería respirar deprisa, como en la preparación al parto; quería gritar y quería bailar desacompasadamente.
Me dediqué a recorrer la casa entera y tocar todas las cosas. Sentía como si hubiera vuelto después de mucho tiempo de un lugar lejaníiiiiiiisimo y quería volver a tomar conciencia de mis posesiones. Además de besarlas, claro. Tocaba todo embelesada: la silla donde me acurrucaba, la pared con un pintarrajo de las niñas, la mancha de grasilla en la encimera... Acariciaba los libros sin creerme que el solo tocarlos no me iba a desencadenar un ataque. Y para probar que era cierto, los retoqueteaba con fruición, con el mismo placer con que mi hija pequeña se comía los helados a los dos años. Todo era nuevo, estaba por estrenar; o al menos, eso me parecía. Era genial. 
Había estado más de un año sin mirar a mi alrededor y me parecía una pasada redescubrir mi cocina blanca y negra, la sala de estar con tres paredes de ventanas, la escalera pintada de amarillo como si le estuviese dando el sol de pleno . El comedor me gustó esa mañana tan poco como me había gustado siempre, una lástima, odio los comedores como concepto, pero fué lo único y no estropeó mi humor. Los pasillos, las lámparas, las paredes, la olla exprés, las mochilas de las niñas…. ¡Mis hijas!
Subí corriendo las escaleras y entré como una loca en su cuarto, me tiré a ellas y las rechupeteé enteras, madre mía, cuánto tiempo me parecía que había pasado desde que les juré amor eterno activo y luego tuve que suspender ese proyecto temporalmente… Las dejé dormir un rato más, que necesitaba para entender qué me estaba pasando ahora.
Me había enamorado del mundo, y de todo lo que había dentro. Todo.
El caso es que solo quería gritar, no sé por qué; mejor dicho, gruñir de placer. Era mejor que el mejor de los sexos. Todo me encantaba, todo  me fascinaba y sorprendía, todo me embelesaba. Una cerilla usada hincada en la tierra de una maceta de la sala (posiblemente mía, que encendía cigarros sin parar y por toda la casa); una mancha de grasa en el fregadero; una nube gris; un agujero en un calcetín; una bayeta cochambrosa con olor a alcantarilla (en la cocina); el olor a sudor de la wonder woman; unas braguitas de las niñas colgando por fuera de la cesta de la ropa sucia; la papelera en la sala; incluso las pelusas en el suelo o una telaraña colgando del techo del pasillo me producían una alegría sin límites. ¿Me había vuelto loca? Me daba igual. Seguía gruñendo, bailando y saltando a la pata coja excitadísima.
Cuando me levantaba cada día, dentro de mí se inflaba algo que seguía creciendo a lo largo del día hasta que creía reventar. Así un día tras otro.
Y siempre encontraba motivos para que aquello creciese; todo era sorprendente y maravilloso. Por ejemplo, cuando un día tuve que ir a no sé qué a un barrio que se llamaba Vallecas pueblo en la quinta puñeta (pero por dios, ¿dónde había estado esa maravilla  de barrio durante toda mi vida?) y me dí cuenta de que no me daba miedo ir y perderme por el planeta.  O cuando la wonder woman me dijo que se casaba: en lugar de pensar en tirarme a las vías del tren como un sensatísimo plan B, le dí la enhorabuena (menos mal que luego se quedó de externa, todo hay que decirlo).  O cuando me dijo el maravilloso Benito que sólo me quedaba un 60% de mi hígado: bueno, ya crecería, ¿no? (noooooooo, que era por una hepatitis que tuve de pequeña). Y así con miles de pequeñas cosas que surgen cada día y que a mí me comían la moral antes de.
Mi excitación era tal que tenía que hacer los ejercicios Silva para tranquilizar mi feroz alegría. (Sí, sí, que también sirven para eso, Roberto; ¡¡es que valen pa tóoo!!)
No terminaba de aterrizar así que tuve que pensar en hacer algo en lo que agotar o al menos aplacar mi enorme energía nueva. Madre mía, pensaba, ahora sí que no me llamaría mi padre “la pachorra”… Y me reía.
Mis pensamientos eran inconexos (as usual, eso no había cambiado) pero todos acababan por hacerme reír. Ahora bromeaba conmigo misma y me reía sola, a veces a carcajadas. Y solo placer de poder leer un libro sin tener que soltarlo de repente para ir corriendo a relajarme era increíble.
En mi época baja, justo antes de los ataques de pánico, mi amiga Julia me había regalado, para animarme, el libro Sin noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza. Fué el último libro que pude leer antes de y lo cierto es que me sacó unas cuantas carcajadas. Pues ahora quería saber qué sentía yo, estando como estaba, mientras el Conde-Duque de Olivares sacaba cien mil millones de pesetas de un cajero en la Rambla de Barcelona porque no tenía suelto para pagar un café. O qué sentía mientras imaginaba a Marta Sánchez regalándole a la portera de su edificio el ático en el que vivió durante su estancia en la Tierra (y la cara que se le queda a la portera, ¿qué?).
Lo leí una y otra vez (es cortito) porque no me cansaba de provocarme esa especie de histeria que me hacía llorar de risa y asustaba a las niñas. Las carcajadas se me juntaban con las lágrimas que provocaban, y esa combinación me daba hipo y no podía respirar. Para aliviar la sensación de ahogo (¿quién se ha ahogado alguna vez riéndose?) intentaba gritar y lo que me salía era una especie de berrido que me provocaba más risa y me hacía tirarme de cara al sofá y que, estoy segura, preocupó en algún momento a padre e hijas.
Pero yo no quería dejar de reír a lo bestia. ¿Quién querría? Hasta mis sueños (que nunca había recordado) eran divertidos. ¡Si es que me despertaba ya llorando de risa! ¿cCmo querría parar eso? ¿Cómo querría nadie dejar de ver que todo era divertido, extraordinario, curioso, magnífico, adorable? ¿Quién estando en su sano juicio renunciaría a venerar y ser venerado? Porque el mundo, por supuesto, se inclinaba ante mí.
Supongo que no tenía todavía la cabeza en su sitio; el efecto péndulo, ya se sabe. Me convertí de nuevo en la reina del mundo (¡como lo había añorado, diosss!). Y no solo eso, sino que me había enamorado de él. Perdidamente. Locamente. Lo observaba con reverencia suma: la lluvia, el calor, el frío…  Incluso los gatos que se meaban y parían en mi jardín me provocaban ternura en lugar de necesidad inmediata de liarme a tiros con ellos y sus cachorros (¿o se dice crías?). Daba igual: todo era perfecto. Y en ese mundo que ahora reverenciaba ¡estaba incluida yo!
Estaba en estado de gracia puro, y duró una burrada. Supongo que si ese estado de frenesí hubiera durado mucho más hubiera palmado de alegría. Literalmente. Fue un año que le dio —otra vez— la vuelta a mi vida. Pero esta vez era como dar una voltereta en el agua empujada por una ola, bajo el sol y con el culo al aire. Y, encima, me parecía rebien que el agua fuese salada y se me metiese por las orejas y por la nariz.
Seguía leyendo a Gurb… Por si acaso.

martes, 14 de mayo de 2013

Cosas que te preguntas cuando menos te conviene

Nada es tanto de temer como el temor
Henry D. Thoreau

¿Para qué me preguntaría yo esas cosas, por diossss? Siempre me andaba preguntando idioteces.

Porque ese ataque de pánico coincidió en el espacio y en el tiempo con una pregunta que me vino a la cabeza: "¿Quieres que tu vida siga siendo esto a los cincuenta?". Se ve que solo de pensar que eso era posible (me quedaba todavía un infinito para cumplirlos) se abrió el mundo a mis pies y me caí dentro del infierno (que me río yo de Satanás y de la llama eterna).

Después de pasarme dos días jadeando del susto, me vino un segundo ataque de pánico. Y ese mismo día por la tarde, el tercero. La cosa iba rápida lo cual me alegró porque supuse que se acabaría pronto, en cuanto me tranquilizara. Me equivocaba de cabo a rabo, y la cosa no había hecho más que empezar.

-¿Pero cuánto dura esto, por diossss? -le pregunté lloriqueando a una amiga que los había sufrido durante un tiempo.
-Dicen que estas crisis duran por lo menos un año, ya sabes: hay que pasar las cuatro estaciones, cada fecha importante... -me contestó afligida.
-¿Quééééé? -y ahí sí que me asusté de verdad.

Tengo la cualidad de ser muy sugestionable, supongo que eso va unido a la poca lógica y a la mucha imaginación, y las mías se salen del mundo. Y como no tenía preocupaciones suficientes, pensé si sería hereditario y mis hijas sufrirían de lo mismo, lo que me asustó aún más. Menos mal que recordé a tiempo que las dos tienen muchísima lógica y lo razonan todo de maravilla. En eso habían salido a su padre; una preocupación menos.

Por una parte ser sugestionable a lo bestia es genial, porque me cuentan una milonga, me dan cualquier placebo y me curo de inmediato. Por otra parte es terrible, porque como me cuenten un horror lo asumo como mío y lo sufro media vida. Y esta sentencia del "por lo menos un año" la asumí como mía-mía, mira tú por donde. Y como soy muy exagerada y me gustan las cosas bien hechas y rematadas (bueno, las que me interesan, no todo), mi inconsciente debió de decidir que esto había que hacerlo bien y asegurarse de que quedaba rematado para siempre jamás porque ese estado de terror me duró año y medio (seis estaciones en lugar de cuatro; un cincuenta por ciento más de lo que decían las estadísticas).

Con el quinto ataque de pánico supe que esto no lo podía solucionar yo sola, así que me fui al médico de la familia (diossss gracias por que exista Benito, gracias, gracias, gracias). Este hombre maravilloso sin ninguna alharaca ni alarmismo, y ni siquiera tono paternalista, me puso al día: por lo que yo estaba pasando era por un cuadro de pavor. Algo extrañísimo en una mujer pues, al parecer, es cosa masculina más bien, cuando muchos varones llegan a esa edad en que notan que están perdiendo, con más de cincuenta años, y empiezan a plantearse qué han hecho de su vida. Así mismo. Además de ser chica, les llevaba quince años de adelanto...

Y lo que tenía que hacer era, sencillamente,  relajarme (¿cómo?) y esperar a que pasara (¿cuándo?). Para ayudarme a pasar el trago me dio unas pastillas para tomar por la mañana --que no me parecía que me hicieran nada pero que seguro que sin ellas hubiera sido peor--, y unas por la noche, pero no las tomaba casi nunca porque no tenía problemas de sueño (benditas horas sin miedo).


Al llegar a casa, ocurrió algo curioso: me vino a la memoria esa palabra que utilizó el  doctor Moreno, "trago", e hizo saltar mi estómago de alivio pues enseguida caí en que un trago se pasa, no se queda para toda la vida. Lo que se queda para siempre no se llama nunca un trago.... Bieeeennnnn. Además me juró que nadie se había muerto jamás de un ataque de pánico (no iba yo a ser la primera en todo, ¿verdad?). Eso también fue un alivio, porque lo que tiene el ataque de pánico es justamente eso: que piensas -sientes, sabes- que te quedan segundos de vida. Sin remedio.

Como necesitaba explicarme el asunto (mira, de repente necesitaba la lógica en mi vida...) le dí vueltas hasta que encontré la explicación. "Claro, eso es que el vodka estaba haciendo de las suyas". Y como coincidió cada uno de los ataques con que me estaba tomando una copa, rápidamente en mi disparatada cabeza asocié el pánico al alcohol y decidí de inmediato dejar las copas. Lo hablé con mi marido, que se negó en redondo a que acudiera a Alcohólicos Anónimos porque "los trapos sucios se lavan en casa" y "eso es una muleta para toda la vida" (¿y el alcohol no lo era? I wonder). Total, sola ante el peligro.

Pero mientras tanto, mi poder de sugestión había hecho su trabajo. Al asociar el alcohol con el pánico,  me arreaba un ataque de órdago cada vez que me disponía a tomar una copa. Era automático. Me dejaba todas las copas intactas por miedo al miedo. Al final no tenía ni que preparármelas: con solo pensar en ello, se me desencadenaba un ataque. Así que al poco tiempo me di cuenta de que no tenía que dejar el alcohol porque él ya me había dejado a mí. Un milagro de esos en los que creo ciegamente.¡Cómo es la mente!; cada vez le tengo más respeto y admiración...

Pero que el alcohol me abandonara no supuso que desaparecieran los ataques. ¿Iba a ser verdad lo del año completo? De cualquier manera, esta novedad me permitió dejar de preocuparme por el alcohol y dedicarme en exclusiva a mis miedos, que a esas alturas ya eran de todo tipo y tamaño. Hay una teoría metafísica (creo que ha pasado ya a puesto de honor en física cuántica también) que dice que cuanto más contemplas una cosa (o persona, acontecimiento, etc) más crece (la palabra correcta es expande). Y como no dejaba de mirar mi miedo, éste creció sin límites: No podía ir conduciendo a sitios que no conociera como la palma de mi mano (Puerta del Sol, mi calle, el cole de las niñas y la casa de mi amiga Paloma) porque temía perderme. Pensaba que si me perdía no volvería a encontrar mi casa jamás.

La cosa empeoró un poquito más cuando llegó el punto en que no podía estar sola porque me daba miedo morirme de cualquier manera sin testigos. Y, además, cualquier cosa me desencadenaba un ataque: una mala noticia (y una buena); leer la Biblia (me volví a Dios, pero eso me dio más miedo todavía) o leer una novela; salir a la calle en coche (pero también salir sola andando)... Así que mis días se convirtieron en un obligado recorrido por mis entresijos sin remedio (lo que también me daba miedo pero por lo menos no terminaría en un punto desconocido del planeta).

Mi marido vino a comer a casa durante un mes seguido, supongo que con la buena intención de hacerme compañía un rato, pero el caso es que me fastidiaba e impacientaba más que alegrarme. Se me hacía un mundo el simple hecho de tener que conversar sobre cualquier cosa con casi cualquier persona. Debió de darse cuenta y dejó de venir a mediodía.

Necesitaba espacio y tiempo para ir a mi ritmo. Empezó a ser importantísimo hacerlo todo a mi manera, y en ello entraba el ritmo al que hacía las cosas más grandes y las más pequeñas. Mi vida en esa época discurría a cámara lenta, todo iba muy despacio todo el tiempo (recuerdo perfectamente la sensación). Es como si el tiempo hubiera decidido que no correría para que yo pudiera pensar y escucharme con calma (lo que hubiera resultado muy difícil en mi estado si al tiempo le hubiera dado por correr, ya que la emergencia se presentaba sin avisar).

Un día me dijo mi padre: "Panchi, hija, creo que lo peor de lo que te está pasando puede tener una solución inmediata. Si le pierdes el miedo al miedo, no estarás esperándolo continuamente y el sufrimiento será la mitad si no menos. Solo tendrías miedo cuando te llegara el ataque...".

Aunque era muy bonita esa idea, yo no sabía hacerlo. ¿Cómo distinguir un miedo del otro, si todos se apelotonaban? Pero un día ocurrió solo. 

Aburrida que esperar, me dije: "Bueno, pues si me muero me morí, pero solo me moriré una vez en toda la vida en lugar de morirme dos o tres veces al día". Y le perdí el miedo al miedo. Mira qué fácil (bueno, fue un poco más largo y doloroso de lo que se tarda en contar, pero ocurrió así). Otra vez, un milagro rapidísimo. La sugerencia de mi padre había hecho mella en mi desquiciada cabeza y había resultado ser un placebo de esos que a mí me dan resultado de inmediato.

Aunque cuando tenía el ataque de pánico me quedaba inservible y  temblona durante horas, esa nueva perspectiva me dio mucha más libertad. Podía pensar en los entreactos y, lo que es mejor, escucharme y entenderme. De trapo temblón inservible pasé a convertirme en la mayor autoridad en mi vida. 

Cualquier cosa que me dijeran o aconsejaran los supuestos entendidos, ya fueran médicos, psicólogos, marido o amigos, pasaba por mi propio filtro antes de decidir qué hacer o qué no hacer con respecto a cualquier cosa. Y lo mejor de todo es que cuando seguía mi propio consejo era cuando las cosas salían mejor. Si seguía el de otros, desastre total. Sabía cada segundo de mi vida lo que era mejor para mí al respecto de cualquier cosa. Lo sabía, no lo creía; creo que eso me convirtió en la chula que soy hoy.


Conocía con exactitud y certeza absolutas lo que había de hacer en cada momento. Cuando necesitaba cualquier información o me planteaba cualquier duda (siempre respecto a mi, eh? que no me convertí en vidente de ajenos), en el mismo instante en que surgía la pregunta surgía también la respuesta. Y eso lo echo muchísimo de menos, ains... Siempre digo que durante ese año y medio de pánico estuve iluminada; no sé explicarlo de otro modo. Estaba física y emocionalmente en intimísimo contacto conmigo misma sin interferencias. Lo que dijera o sugiriera cualquier otro ni me molestaba en escucharlo.


¿Para qué, si yo sabía mejor que nadie lo que me convenía? ¿Qué podían saber mi marido, el médico o la psicóloga acerca de lo que hacer en mi caso si ellos no estaban pasando por ello? ¿Para qué escuchar consejos cuando yo sabía perfectamente el camino? En ese sentido (bueno, en todos), ese año y medio fué alucinante. Era feliz absolutamente todo el tiempo, a pesar de los ataques de terror (que, por supuesto, fueron aumentando de frecuencia; no sé si lo he dicho).

Una de las cosas que decidí hacer y que, como todo lo demás, fué un acierto, resultó ser lo que eliminaría definitivamente los ataques de pánico de mi vida: un curso de control mental. En cuanto supe que eso era bueno para mí, se lo dije a mi hermana mediana (que vivía también al lado). Ella, que estuvo durante todo ese tiempo muy pendiente de mí, decidió que me acompañaría. Se lo comentó a su marido y mi cuñado dijo que también se venía con nosotras. (Luego me enteré de que a él le olía un poco raro el asunto, como a secta, y decidió vigilar de cerca dónde nos metíamos)

Hice el Método Silva de Control Mental y me cambió la vida para siempre.

Tengo que decir que el control mental es como las cremas anticelulíticas, que además de comprarlas te las tienes que untar en los muslos porque solo con admirarlas o leer las instrucciones no surten efecto. Como estaba tan convencida de que eso era bueno para mí, hacía los ejercicios de relajación lo estipulado: tres veces al día. Sus efectos son acumulativos por lo que cuanto más los hacía, menos los necesitaba, pero no dejaba de hacerlos y los necesitaba cada vez menos. No caigo nunca en la tentación de saltarme ni uno.

Al año y medio casi exacto de empezar todo este lío, comiendo un domingo en la casa leonesa de mi cuñado pequeño (por parte del novio), me arreó el ataque más fuerte de todos los que había tenido jamás. Pero, mientras me dirigía a otro cuarto para hacer un ejercicio extra de relajación precipitadamente, supe con absoluta certeza que ese era el último. Fue el más bestia, pero también el más corto de todos. Y ahí se acabó mi cuadro de pavor. Para siempre jamás.

Y unos días después, todo se iluminó...








viernes, 10 de mayo de 2013

Y ahora ya nada es iguaaaaaaaal...


El tío que asó la manteca, la pata, el coco y dormir en casa de mi abuela Lola con mi tía-abuela Joaquina en un dormitorio de muebles de madera negra tallada en florituras rococó a tope (incluido un espejo oval que se inclinaba hacia mí cada vez que pasaba por delante de él corriendo), ayudó mucho a que desde muy pequeña me asustara casi todo lo terrenal. Luego vinieron las monjas e hicieron su parte. Explicando con todo detalle y color el ojo de Dios que todo lo ve y el infierno, remataron la faena. A los diez años, además de miedo a casi todo lo visible también tenía miedo a todo lo que no se ve. Eso y que cada vez que nacía un hermano me mandaban fuera de casa, me hicieron entrar muy prontísimo en contacto con mi lado oscuro y me volví violentamente rebelde, anque claro, solo me atrevía con mi madre...

A los siete años, después de vivir unos años con mis abuelos maternos, me incorporé definitivamente a mi familia. Pasé de ser nieta y sobrina única en una casa donde se me reía cada gracia —aunque no la tuviera—, me enseñaban a bailar el twist y el jarabe tapatío,  y se me concedía cada deseo (mientras me miraban crecer como quien observa abrirse la más bella flor) a ser una de tantos en una casa llena de niños desconocidos con los que tenía que pelear por hacerme un hueco. Además de dos chicas de servicio que se quedaban a cuidarnos cuando mis padres viajaban (y metían a los novios en casa y me amenazaban con matarme si decía algo a mi madre, además). Estas dos perlas estarían tiempo después implicadas en el sonadísimo crimen de la tinaja, novelesco total. Por no hablar de las continuas visitas y alegres cenas con amigos de mis padres (de todo pelaje).

Total que, entre unas cosas y otras, se me alineaban poco a poco todos los planetas para tener una infancia perra, llena de miedos y competencia por la atención de mis padres.

Por fortuna, se me habían concedido dos dones inapreciables: el optimismo ciego y la capacidad absoluta de evadirme de la realidad, dones que aún conservo hoy. Dibujaba y escribía historias desde los seis años y descubrí los libros y las vidas que se contaban en ellos, y eso me ayudó a sobrellevar el destronamiento.

En mi reincorporación a mi familia nuclear cogí miedo a dormir a oscuras y mi madre me dejaba leer en la cama hasta que caía muerta, siempre el mismo libro: Platero y yo, que hoy odio. La historia de ese burro peludo de orejas en pico me daba tanto sueño que caía rendida antes de lo que temía. Todavía hoy, si me preguntas muy deprisa quién era Juan Ramón Jiménez te contesto sin pensar que un Nobel de Física. Creo que lo confundo con Ramón y Cajal, que también es una calle que está cerca de mi casa…

Lo cierto es que, a pesar de todo, tengo un recuerdo de infancia felicísimo, como si nunca hubiera tenido miedo al coco, los fantasmas o el mandril de Ciencias Naturales (¡qué feo, por dios!).

La convivencia con mis hermanos, a pesar de mis celos y de mi incomprensión absoluta del concepto de compartir sirvió, de todos modos, para que el miedo fuese menos. Había tanto lío siempre que supongo no creía que cupiese en la casa ningún fantasma más.

A los 18 años, mi mejor amiga del colegio se hizo azafata de Iberia, y a mí esa aventura me parecía la bomba. Así que me presenté y suspendí (yo era de francés, no había empezado con el inglés). Pero me presenté a Aviaco y… ¡tachán!... aprobé. Entré en shock y esperé —acojonada— a tener una idea de lo que era la  vida de una azafata, aparte de un uniforme ideal y llevar moño y zapatos salón todo el día. Enseguida me comunicaron que me destacaban a Palma de Mallorca. Antes de saber nada más sobre el azafateo, renuncié. ¿Vivir otra vez lejos de mi familia? ¿Y sola? Ni hablar.

Nunca le conté esto a mi familia, solo lo supieron dos amigas. :-D

Cuando nació mi hija mayor mi madre llevaba muerta muchos años, así que no podía saber que un recién nacido no se tira de la cuna. Y ahora mi única preocupación era: ¿cómo se ducha una mientras la niña está sola? Me fui quince días a casa de mis suegros, que se convirtieron en treinta. Allí no solo estaban mis suegros sino mis cuñados, todos aún sin casar por suerte para mi, y deseosos de cuidar a mi hija.

Al volver de nuevo a mi casa, la niña ya se movía en la cuna un  poco. Peor todavía, ahora el peligro era real: ¿se tiraría a posta buscándome?. Llamaba a mi hermana pequeña que vivía al lado y le decía: “¿Puedes pasar un momento que voy a hacer caca?”. Porque, claro, además de la ducha hay otros muchos momentos que tienes que hacer cosas en las que un recién nacido no está incluido. Tampoco me atrevía a subir las escaleras con ella en brazos, así que esperaba a que llegase mi marido de trabajar a las tantas y nos subiera a ambas (hay reportaje gráfico de las dos dormidas en el sofá esperando a que llegase papá). A veces me he preguntado, ¿qué sentiría aquel hombre al llegar agotado a las dos o las tres de la mañana y encontrarse con ese cuadro? Y tener humor, además, para hacernos fotos… Hercúleo.

Como ser madre lo hacía tan mal, intenté compensarlo haciendo otras cosas rebién. Me empecé a fijar en qué criticaba mi marido e intentaba ser lo que yo creía que él quería que fuera (¿por qué se casó conmigo?). Pero nunca pensamos igual acerca de nada, así que no atinaba. A mí me habían dejado hacer lo que me daba la gana casi toda la vida y ahora me veía atada a una persona que nunca lo había hecho. Irreconciliable asunto.

Pero lo intenté, de verdad. Dejé de escucharme y empecé a escuchar el ruido de fuera esperando encontrar respuestas que nunca llegaban. Por mucho que intentaba ser lo que no era, no lo conseguía. Bueno, a veces sí, pero me costaba un horror; era como ir cuesta arriba con un pedrolo de mil kilos a la espalda. Y cuando no hacía lo correcto me castigaban con quince días de silencio absoluto. Pero, ¿cómo podía estar alguien quince días sin decir ni mu a la persona con la que vive? Para mí era inexplicable y durante los castigos me moría de aburrimiento, con lo que yo hablo. ¡Qué trabajera era estar casada! Siempre digo que la única explicación al extraordinario hecho de tener un noviazgo (seis años que recuerdo divertidísimos y satisfactorios en todos los sentidos) y luego llegar a casarnos sin tener nada en común es que las dos hijas que tenemos habían de venir a este mundo fuera como fuera, y a Dios no se le ocurrió mejor forma en ese momento…  (Ahora creo que él pensaba lo mismo porque hace poco me contó una amiga que, a la salida de la iglesia donde nos habíamos prometido hacernos la vida imposible hasta que la muerte nos separe, se le había acercado mi ya marido para decirle: “Bueno, ¡ya lo habéis conseguido!”. Como si hubiera sido un plan estratégico a veinte manos para cazarlo. Mare mía, qué cabezas teníamos entonces…)

A los cuatro meses del nacimiento de mi hija volví a mi puesto de trabajo, y descansé. Siempre me alegraba mucho ver a mi jefe (me reía horrores con él), pero en aquella ocasión fue la que más. Le di un abrazo y un beso. Él también se alegró mucho de recuperarme; la sustituta que le había dejado durante mi baja no era su favorita.

Así que yo volvía a ser persona en vez de trapo temblón. Genial. Ya solo tenía miedo cuando estaba en casa. Me transformaba, esa es la verdad. Seguro que sufría de doble personalidad.

Cuando nació mi segunda hija, tres años después, mi miedo se multiplicó por dos. Si no era capaz de cuidar a una, ¿qué iba a ser de esta criatura? La llevé a la guardería en cuanto me pareció decente (muy pronto). Las tardes con las dos en casa y tanto peligro (la mayor quiere coger en brazos a la pequeña, la pequeña adora que su hermana la coja, las dos pudiendo caerse y romperse la cabeza contra el pico de la mesa, o rodar por las escaleras de mármol…) eran un horror.  El miedo aumentaba por días. Si el lunes tenía miedo el miércoles era terror y para el viernes mis nervios estaban desatados. El fin de semana se aliviaba la cosa un poco, ya que estaba mi marido en casa y, por supuesto, él sí era capaz de cuidar a las niñas. Pero el lunes por la tarde, todo volvía a empezar.

Y lo peor de todo seguía siendo que yo ya no me oía.

Aunque no del todo bien, después de mucha prueba y error, encontrar a la wonder woman fue un hito en mi vida. Me sentía otra y todo era un poco mejor. Con esta mujer en casa, poco a poco estaba llegando a la conclusión de que ya no se me pondría nada por delante.

Por eso, esa maldita tarde me pilló de sorpresa. Inexplicablemente y de repente (¡que cacofonía!), todo se me vino abajo y me cayó en la cabeza. Me quedé sin aliento, aterrada y sin saber qué hacer.

Pero, ¿qué era ese terror repentino, con jadeos y falta de aire, taquicardia y necesidad de ponerme a correr hacia donde fuera? Pues nada, un ataque de pánico, lo llaman.

En un intento de controlarme —vana esperanza, no pude— en vez de tirar la copa contra la pared y salir corriendo, la dejé con mano temblona en la mesa y me puse de pie. También me temblaban las piernas, sabía que algo horripilante estaba a punto de ocurrirme y que, además, era inevitable. El corazón me latía a mil; yo, que no sudo, sudaba a mares; el agujero de mi estómago ocupaba el mundo entero y el dolor de cabeza tenía forma de línea recta kilométrica que iba de la nuca a la mitad del entrecejo, partiendo por la mitad todo lo que tocaba en su camino.

Salí corriendo como pedía a voces mi cuerpo y me encontré en el jardín común a mi hermano menor (que supongo que se llevaría un susto de muerte).  Cuando balbuceando le conté lo que me pasaba me dijo que no me preocupara, que no era un derrame cerebral, que para eso hacían falta dolores de cabeza tan fuertes que no te dejan echar a correr, que quizás fuese una subida de tensión. Me acompañó a la farmacia más cercana y el pulso lo tenía a mil pero la tensión tan baja como siempre.

Falsa alarma, no moriría como mi madre de un derrame cerebral. No al menos en ese instante como había creído.

Me pasé el resto del día temblando y acojonada, en un rincón del salón, sin atreverme a levantarme ni a por un vaso de agua.

Todo había cambiado otra vez, pero para peor todavía… (Bueno, la verdad es que según se mire).