domingo, 29 de junio de 2014

Dos cosas que la gente feliz no hace nunca

La felicidad no es algo que puedas posponer para un futuro, es algo que has de diseñar y disfrutar en el presente, cada día.

La gente feliz pasa tiempo, de forma consciente hasta que se vuelve automático, haciendo un montón de cosas que aumentan aún más esa felicidad. Cosas como cuidarse, alimentar sus relaciones importantes, practicar la amabilidad, cultivar el optimisto, expresar gratitud, comprometerse con sus propios objetivos,, saborear los pequeños placeres de la vida...

Y nunca hacen cosas que menoscaban esa felicidad, y por ello NUNCA:
SE OCUPAN de los asuntos de otros. Tenemos que olvidarnos de lo que otros andan haciendo o diciendo. Hay que dejar de mirar y sopesar dónde están situados los demás y qué tienen. Nadie lo está haciendo mejor que nosotros porque nadie puede hacerlo mejor que nosotros. Tú estás recorriendo tu propio camino, y yo el mío. Muchas veces, la razón por la que nos sentimos inseguros es porque comparamos nuestra situación privada con la imagen que dan los otros públicamente. Escuchamos el ruido exterior en lugar de nuestra propia voz, así que dejar de compararte! Ignora las distracciones; escucha tu propia voz interior (todos tenemos una, lo juro). Ocúpate de tus propios asuntos. 

Mantén tus deseos más queridos y tus objetivos más grandes cerca de tu corazón y dedícales tiempo cada día. No tengas miedo de andar solo, y no te asustes si lo disfrutas. No dejes que la ignorancia, amor por el drama o la negatividad de cualquier otro te impidan ser la mejor y más feliz versión de ti mismo cada día. Haz en todo momento lo que tú sabes de corazón que es lo correcto y adecuado para TI. Porque cuando nos enfocamos en un trabajo significativo para nosotros y estamos en línea con nosotros mismos, nada ni nadie puede hacerte temblar o asustarte. 

Y cuando digo trabajo significativo me estoy refiriendo a cualquier actividad, mental física o espiritual, que te sirva de apoyo, alegría, te de seguridad y acabe por convencerte no solo de que tus sueños son posibles sino de que mereces que se te cumplan. No dejes que otro estropee eso. ¿No buscamos el tener control sobre nuestra vida como posesos? Pues esa es la única manera: controlándola nosotros, no dejando que la opinión de cualquier otro te haga vacilar (incluídos cónyuges egoístas, padres exigentes, hijos adolescentes, jefes impacientes o gatos malhumorados). Está muy bien pedir opinión si deseas tener otro punto de vista sobre algo concrto, pero no tienes obligación de seguirla solo por haberla pedido.

BUSCAR LA APROBACIÓN DE LOS DEMÁS y tu validación a través de ellos es un trabajo de amor perdido. Nunca conseguirás que el resto del mundo, todos a una, piense que eres la octava maravilla ni el no va más. Cada uno tiene sus propósitos, por fortuna, y los tuyos les importan cero, también por fortuna. Otros lo han intentado, incluso han muerto intentándolo. Sin resultado.

Cuando tú estás contento siendo simplemente tú mismo, sin comparaciones ni competiciones con otros para impresionarlos o impresionarte a ti mismo, todo el mundo te respeta. Y más importante aún: te respetas tú mismo que, al fin y al cabo, es lo que importa.

¿De qué forma dejas que los otros te definan? ¿Que harías de forma diferente si supieras que nadie te juzgaría nunca, bajo ninguna circunstancia ni apariencia?

La realidad es que nadie tiene el derecho a juzgarte. La gente puede oír tus historias, puede pensar lo que quiera, tener las fantasías que prefieran respecto a ti, pero ni están en tu cabeza ni en tu corazón, así que no tienen todos los datos para opinar. No dejes que lo hagan, no dejes que lo que ellos crean de ti sea tu verdad porque no lo es bajo ninguna circunstancia. Sólo tu sabes lo que hay dentro de verdad, solo tú conoces tus sueños y los motivos por los que esos sueños se convirtieron en tuyos. Respétalos y no dejes que otros los pisoteen con un comentario descuidado o en un momento de mala uva, por una rabia que no es tuya. Ellos no están viviendo tu vida.

Céntrate y enfócate en cómo te sientes en cada momento y respeta esos sentimientos sin luchar contra ellos. Si los dejas en paz, se irán; si les haces la guerra, crecerán. Todo aquello en lo que piensas se hace más grande, así que es mejor que decidamos en cada momento qué es lo que queremos que crezca en nuestra vida.

Céntrate y sigue andando por el camino que mejor se adapte a tus pies. No hay nada como eso.

Ahora es tu turno:

¿Que NO deberías hacer si tuvieras el deseo desesperado de ser feliz?

domingo, 22 de junio de 2014

Pasiones desatadas: Culinaria


¿Alguna vez has servido o te han servido un plato donde las cebollas,
en tu opinión, podrían o deberían haberse cortado de otra manera?
Julian Barnes, El perfeccionista en la cocina


—¿Qué hay de comer?
Cada mañana, el primero de la familia que se tropezaba conmigo lanzaba esa pregunta con tono esperanzado…. ¿de qué? No entendía que a esas alturas, todavía dudasen de la respuesta. Cada mañana me levantaba contenta, y cada mañana esa pregunta me estropeaba el día.  Aún así, con calma le contestaba al incauto:
—Solomillo con patatas.
No protestaban, pero se les quedaba cara de: “¿Otra vez?”. Creo que a los dos meses de habernos quitado de encima a Victoria todos la echábamos terriblemente de menos. Y todos hubiéramos aguantado sin protestar otros cien años de robos, yo la primera.
Aburrida, decidí que tenía que haber más comidas en el mundo que el solomillo con patatas. De hecho, casi nunca me ponían eso de comer en casas ajenas. Y habría platos, con toda seguridad, que podría hacer yo sin temor al envenenamiento familiar masivo.
Como amo los atajos por la inmediatez de los resultados, empecé la casa por la buhardilla. A lo grande y en directa: dando cenas multitudinarias. La excusa podía ser cualquiera, y con tanto invitado mis experimentos pasaron por lo que no eran: cocina seria aunque “ecléctica” (¿existiría entonces esa palabra?).
Con absoluta falta de discernimiento apelotonaba en el salón de la casa familiar a todo tipo de animal social conocido de mi padre y resto de familia. Para mí el hecho de que los invitados no se conocieran entre ellos no era un problema; así se conocerían. Dicho y hecho.
Esas primeras veces,  de pie y con un plato lleno de comida variada en color y salsas en la mano,  un director de cine terminaba hablando de política con el Secretario de Comercio de Puerto Rico; un médico pionero en medicina nuclear y su novia azafata charlaban amigablemente con un amigo de la infancia de mi padre (muy querido y sin oficio que conociéramos);  un millonario de Albacete que conocía Nueva York por las esquinas que ocupan los grandes bancos en lugar de por sus calles piropeaba sin reparo a mi amiga Paloma mientras su  marido químico vigilaba con atención todo el proceso; mi novio opositor  escuchaba con una oreja al multimillonario de Albacete y con la otra a mi padre, y mis amigas del cole hablaban de moda ante unos amigos de mi hermano mayor que desconocían aún ese mundo misterioso de los trapos y la importancia que tiene en la vida de las mujeres (y que en su día la tendrían en sus presupuestos familiares).
Era la situación ideal para mi aprendizaje ya que era durante los momentos más acalorados de las conversaciones cuando, triunfante, colaba yo en la fista los resultados de mis cocineos primerizos: solomillo de cerdo en salsa de nata; arroz pilaf (exótica receta tunecina, creo recordar, de mi amiga Cristina; mucho más tarde me enteré de que pilaf significaba lo mismo que arroz); ensaladilla rusa (insistiendo en ella a pesar de que mis hermanos me rogaban que no hiciese más) y tomates troceados con aceite del bueno y sal gorda (se había puesto de moda y sustituía, en toda fiesta que se preciase, a la sal de toda la vida).
Cortaba pan de varios colores (empezaban a encontrarse panes integrales), le metía unos colines y triángulos de Bimbo tostados y —con mucho arte, eso sí— lo colocaba estratégicamente en la mesa enmantelada de encaje blanco, entre solomillos nadadores en nata, ensaladilla rusa llena de guisantes húmedos sobre lecho de lechuga, el arroz pilaf espolvoreado de pistachos rotos (¡qué difícil era encontrar pistachos entonces, por diosssss) y algún que otro platillo a rebosar de chorizo de cantimpalo, salchichón granaíno y… ¡tacháaaaaaannnn!... morcilla frita con tomate, que nos encantaba a toda la familia aunque fuera una ordinariez hacerlo público de esa manera.
La cosa se me fue de las manos pues, contra todo pronóstico, los invitados lo pasaban bomba y se despedían felicitándome por la cena, “todo riquísimo, se nota que tu madre te enseñó bien a cocinar; era una maestra” y comentando mi acierto al haber juntado a tan dispares personajes. Y todos expresaban su deseo de que “aquello se repitiera pronto”...
En fin, que no tuve más remedio que emplearme a fondo y al final, por amor propio, acabé interesándome por el asunto de dar de comer bien a la gente especializándome en esas cenas multitudinarias, todos de pie e incomodísimos, pero tan contentos.  La consecuencia ¿lógica? de aquello es que, todavía hoy, si me dejo llevar cocino para cien. No le he cogido el punto a cocinar para tres, o dos, y no digamos para uno…  Así que mi congelador revienta.
Me parece que cocinar para uno o para dos no es cocinar; son cantidades de juguete para muñecas. Y a mí ni de pequeña me gustó  jugar a eso; por dios bendito,  esas Nancys de prieta carne rosa, con los dedos de los pies unidos como palmípedos; esas melenas brillantes de cobre dorado, siempre despeinadas y siempre con enredones en las que no se podía hincar un peine…  ¿Y esos brazos y piernas rígidos que hacían imposible meterles el vestido  de plumeti o los pantaloncitos veraniegos de piqué? Prefería las chapas y patinar.
Lenta y dolorosamente, aprendí a cocinar. Lenta y dolorosamente también me fui haciendo con mis libros de cocina. El primero que tuve mío fue un regalo por mi cumpleaños, no recuerdo quién me lo hizo: el libro negro de cocina de la Sección Femenina, que todavía se consideraba el summum de la economía doméstica y que toda ama de casa que se preciase debía tener. Con ese bodegón pequeño y gritón sobre fondo negro más parecía un bolsito de playa que un recetario. Sus menús organizados por días y semanas para todo el año, sus listas de la compra según temporada, cortes de la vaca y el cerdo, instrucciones para desplumar un pollo o arrancarle limpiamente la piel a una lengua hacía tambalear mi propósito peligrosamente.
Empecé a comprármelos yo: primero compraba todo libro de recetas que llevase en su título las palabras “fácil” y/o “rápida”; el siguiente paso fue comprar libros por temas concretos: carnes, pescados, patatas, legumbres, etc.
No tardé mucho en convertirme en una “cocinera atrevida” y muy pronto ya nada me echaba para atrás. Mi entusiasmo superaba con creces mi arte… y mi presupuesto.
De esta aventura de hacerme con los primeros ejemplares de mi colección sobre culinaria aprendí tres cosas:
  • Es más difícil comprar un pescado que cocinarlo, al menos para mí. Los ojos de todos ellos siempre estaban brillantes en la pescadería (dato fundamental a tener en cuenta), aunque luego, al llegar a casa, ese pescado huela a huevos podridos.
  • Hay cosas que, por mucho que nos empeñemos, no seremos capaces de comer, o de guisar, o de ninguna de las dos cosas. Yo, por ejemplo,  ni abro ni como ostras crudas: me parecen un moco gigantesco. Palpitante. Insalubre. Saladísimo. Marítimo a más no poder. Pero las he comido sin hacerle ascos en Estados Unidos empanadas y fritas y metidas luego en un bocadillo rebosante de mayonesa, lechuga, tomate y cilantro…  Mi madre se negaba a asar un cochinillo porque le parecía que estaba asando un niño; pero si lo cocinaba otro y lo hacía bien, sí lo comía. Las tres hijas de mi madre manejamos las carnes picadas, el pollo y el pescado crudos con guantes de látex; es superior a nuestras fuerzas hacerlo a pelo.  Pero luego nos comemos los resultados de todo ello sin reparo. Incluso comemos el pescado en sashimi o tartar —y nos gusta muchísimo— aunque no hayamos podido montarlo sin guantes. Paradojas que tiene esta pasión.
  • Los libros de cocina, especialmente los “antiguos” y los muy modernos con bellísimas fotos, son inexactos en muchísimas áreas: tiempos de cocción, cantidades de ajo o cebolla, o intensidad del fuego a lo largo del proceso. Por no hablar de las temperaturas del horno, cada uno de su padre y de su madre (desbarrantes por completo cuando el horno es viejo). En especial las recetas de Martha Stewart en su revista Living (que me encanta por lo preciosísima y las guardo como oro en paño).

De todos los libros que tengo he de decir que los únicos, los únicos que de verdad puedes seguir al dedillo sin temor a que te salga algo diferente a lo prometido son el universal 1080 recetas de cocina, de Simone Ortega y el último regalo de cumpleaños de mi hija mayor, el Ard Bia cook book, libro de cocina en que la propietaria del restaurante irlandés Ard Bia (en Galway, pegado al Spanish Arch) escribe y explica con toda claridad y exactitud todas y cada una de las recetas que allí se sirven a diario. El resto de mis libros parecen contener variadas cantidades de creatividad personal del autor sin testar que hacen que tengas que poner tú una parte importante de cálculo e imaginación para que salga algo cercano al título de la receta (porque esa es otra: el momento de emplatar para fotos profesionales se parece cero a lo que consigues tú en tu casa).
 Es por eso que cuando de verdad me apasioné por la cocina fue cuando ya no necesitaba seguir la receta al dedillo porque muchas las había tenido que completar/alterar/rematar yo. Esa fue la gran revelación de mi camino a la cocina: que cualquier cosa, sea la que sea, la puedes hacer a tu manera. Y empecé a desobedecer todas la reglas con rotundo éxito… en lo salado. Pero los postres y meriendas nunca los conseguía. Mis intentos reposteros siempre achicaban y desdecían mi cada vez más grande arte culinario. Y eso me daba una rabia…
Porque, claro, con ese sistema de alterar cantidades y sustituir productos “a mi aire” no me suben bizcochos ni madalenas; los suflés no me obedecen y las pavlovas me odian. 
Así que corté por lo sano: fuera de mi vida y de mis planes de cenas bizcochos, merengues y cualquier otra cosa susceptible de no subir, caer, hundirse en el centro o autogenerar tanta burbuja de aire que se quede tiesa antes de tiempo manteniéndose a la vez, de forma inexplicable, cruda. Mis postres se limitaban a fruta natural o en almíbar (esta última escurrida y adornada con grandes gusanos serpenteantes de chantilly, como había visto en los restaurantes caros)
Pero la vida es generosa y, en sustitución de esas tartas y merengues me desveló una posibilidad que nunca se me había ocurrido: los helados caseros. Y no los había tenido antes en cuenta porque me da miedo, de toda la vida, lo que le puede hacer a mi organismo el huevo crudo y/o a mis caderas la nata agria.
Pero ahora, gracias a mi perseverancia en la búsqueda de nuevos horizontes culinarios y a Internet, he descubierto la leche de coco. Esa cosa que hasta hace nada era tan malísima para la salud y que resulta que ahora es lo mejor que puedas tomar de todo lo que tengas para elegir. Mi instinto ahora me dice que puedo hacer helados, sí,  pero sigue insistiendo en que mantenga los huevos crudos, sean enteros o no, lejos de mis cocinares.

Buscando, buscando, di con una jovencita inglesa , Aimée Ryan, que resultó ser una auténtica maestra repostera. A través de su delicioso blog www.wallflowergirl.co.uk he conocido y me he enamorado de su libro Coconut Milk Ice Cream y de todo lo que este libro contiene. 
Por supuesto, me lo compré de inmediato. Y admirada me entero de que ella es no solo la creadora de sus recetas sino también la fotógrafa de las mismas (magníficas fotos, por cierto, a todo color).
Todos los helados en el libro son creaciones suyas y están hechos con base de leche de coco en lugar de huevos y/o nata, por lo que —según los últimos estudios científicos sobre grasas— todos ellos son de lo más saludables y pueden tomarlos tanto vegetarianos puros (no llevan nada de grasa animal), celíacos (cero gluten) como el resto:  los que podemos con todo. La autora aconseja comprar una máquina de las que hacen helados (¿heladoras, heladeras?) para facilitarnos la vida, pero aún así explica con claridad la forma de hacerlos sin ella. De momento, no la voy a comprar; ya no cabemos más en la cocina.
Y así es como este nuevo paso en mi camino a la cocina ha aumentado, un poco más si cabe, el placer que me produce juntar, mezclar, batir y amasar para luego comer (o que coman otros) y abre nuevos horizontes con los que nunca me atreví a soñar antes. :)



NOTA: Me gustaría aclarar que ni la Sección Femenina ni Inés Ortega ni Wlaflowergirl me pagan por hacerles publicidad; y nunca me han invitado a comer en el restaurante Ard Bia… Pero las pasiones son asín de generosas (aunque objetivas). Ains.

sábado, 14 de junio de 2014

Pasiones: ¿Cooking es una ciudad china?

Y de la cocina cabía decir lo mismo que del sexo, la religión y la política; cuando empecé a averiguar cosas por mi cuenta, era demasiado tarde para preguntar a mis padres.

Julian Barnes, El perfeccionista en la cocina

También amo la cocina, y la amo física, metafísica y literalmente; la amo casi tanto como leer. La amo un poco menos que a mis hijas.
La amo, sin templanza, como concepto y espacio físico, como actividad pecaminosa y festiva, como afán íntimo desplegado a solas y como actividad lúdica y pública: yo cocino mientras mis amigos miran. La amo en los fogones y fuera de ellos, en forma de libro o revista, en forma de lustrosa receta arrancada de tremenda revista, o como pobre receta olvidada, arrugada y vuelta a encontrar. Y la practico con cualquier excusa y sin ella.

Me apasiona cortar, moler, mezclar, amasar, rallar y picar cualquier cosa tierna o crujiente que, mezclada de nuevo con otras, se pueda luego comer. Cocino a lo loco y sin medir, sin saber si tengo los ingredientes necesarios, pues todo lo que falte lo suplirá en el momento justo mi lujuriosa pasión. Cocino por impulsos eléctricos incontrolables, como dice mi hija mayor de casi todo lo que hago. Cocino sin saber qué va a salir y cocino siempre sin ser consciente de que empiezo a cocinar ni de que ya terminé de hacerlo.

Hago cursos de panes especiales, de técnicas orientales de salteado o técnicas francesas de pochado. Busco y pruebo ingredientes desconocidos, de esos de los que nunca antes había oído hablar. Mi colección de libros y y revistas de cocina es muy parecida, en cantidad y calidad, a mi colección de libros “normales”. Los acaricio y contemplo arrobada sus tapas, los leo luego embelesada, como si de novelas se tratasen, a la expectativa de descubrir una nueva pista; con el corazón en un puño y la esperanza de que algo nuevo —sea bueno o no— se me revele; estudio al personaje e imagino su ser, su vida, su rutina diaria, sus gustos, su alma y su pasión. Con rastros de harina y manchas de aceite los hago míos cada vez.

Por fortuna, no soy perfeccionista en la cocina y al placer que me produce desatar esta pasión se añade la alegría infinita que da la absoluta ausencia de culpa, casi siempre presente cuando leo a todo meter y sin descanso, o cuando sin descanso evito el escribir.

Pero mi amor por la cocina no fue siempre así de grande ni me dió felicidad...

* * *

Mi madre era una gran cocinera y sus tres hijas lo somos también, a más de uno de sus dos hijos varones.

Quizás, siendo la mayor, lo lógico habría sido saber cocinar “de siempre”, haberme pasado horas a su lado mientras mi madre le pinchaba Duque de Alba a un pavo desplumado, hacía conserva de moras para futuras tartas de invierno o troceaba tomates de su huerto. Pero no lo hice; no tuve por entonces el interés ni la paciencia de aprender el arte de los fogones, me parecía cosa a la que no le había llegado el momento en mi vida. Y supongo que mi madre, creyendo lo mismo, tampoco me empujó a ello.

Y cuando murió, de forma inesperada, me quedé al cargo de la logística de la casa, joven y soltera aún, con cuatro hermanos por debajo, un padre por encima y, enfrente, dos mucamas filipinas que esperaban órdenes que yo no sabía dar. Pero a los veinticinco años era tan inconsciente y eléctrica como a los doce y a los cuarenta así que decidí encargarme yo misma de los comeres familiares.


Tuve a la familia sometida durante casi un año a una severísima dieta diaria de patatas fritas [las hacía a montones] con solomillo de ternera [la única parte de la vaca que: 1) sabía comprar y 2) sabía que era buena carne], antes de que mi padre tomara delicadamente cartas en el asunto: se compró una olla electro-magnética (sea eso lo que sea) que cocinaba sola (gastando durante horas unas cantidades vergonzosas de electricidad). Los demás teníamos prohibido tocarla, a pesar de que era muy sencilla de utilizar: únicamente tenías que dejarla tranquila y no destaparla hasta que se encendiera la luz verde (unas cinco horas de cocción). Con este gesto mi padre ”echaba una mano en casa”.

Decidió estrenarse con unas lentejas (le apasionan) y a mí no me pareció mal; y quedamos en que al día siguiente él hacía la comida…

A las 9 de la mañana del día D, a punto de estrenar la olla mágica —¡qué nervios!—, estábamos él y yo ante el infernal aparatejo observándolo con reverencial temor cuando mi padre me tanteó: 

—Además del chorizo y las patatas que me como y veo, ¿qué llevan las lentejas que no veo?

Intenté adivinar. No me venía nada a la cabeza, así que eché a volar mi imaginación y, cruzándola con mi muy particular lógica, apelotoné ingredientes que me sonaban a “guiso casero" con otros que me gustaban mucho.

—Pues… Cebolla, ajo, aceite, pimiento, tomate, avecrem, chorizo, beicon, jamón creo que serrano. Y laurel, pimienta negra, guindilla, supongo. Ah, y un chorro de vinagre. Creo.

Me miró con suspicacia y pareció tomar una decisión: haría las lentejas a su manera. Un poco más sanas, con menos grasa.

La imaginación y la creatividad de mi padre siempre dejó cortísima la de sus cinco hijos juntos, y la usaba para todo: para inventar juegos de palabras y evitar que nos aburriéramos durante los interminables viajes a Almería —¡Dios mío, ese Despeñaperros!—, cómo arreglar un desgarrón en su pantalón de vestir favorito —esos escudos bordados autoadhesivos de las chaquetas escolares reforzados con superglú, por diosssss. Y a partir de aquel día la usó para cocinar.

Creó en un momento la que sería su receta estrella: Lentejas guisadas con mejillones en escabeche de lata (con su juguillo y todo). 

Yo no sé qué sintieron mis hermanos en el momento de sentarse a la mesa y ver trozos de algo naranja flotando entre el pimiento y el jamón, pero yo pensé: “Hoy no comemos”.

Para mi sorpresa, la de mis hermanos y la del propio autor del plato, estaban buenísimas. Chocantes, impactantes pero buenísimas. En el instante en que mi padre se vió aclamado [también] en su faceta cocineril, comenzó lentamente a perder su interés por la cocina.

Finalmente, ni tú ni yo: contratamos una cocinera —española— que nos robó todo lo que quiso pero que nos dio de comer estupendamente hasta su último día en nuestra casa. Mi padre entonces volvió a dedicar todas sus horas a su despacho y a rematar nuestra crianza y yo volví a lo que me gustaba de verdad: la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos, aunque sin quitarle ojo al tema de la cocina. Más por culpa que por interés, empecé lentamente a fijarme en lo que hacía Victoria, nuestra nueva y flamante cocinera.

Después de un año y medio de darnos de comer a lo casero, robarnos mil litros de aceite y cuarenta toneladas de solomillo de ternera de Ávila, despedí a Victoria como pude y mejor supe (casi pidiendo perdón, qué mal rato para una jovencita). No sin antes haber aprendido a hacer una ensalada campera y alguna que otra cosa más.

Decidí volver a intentarlo, lo de hacerme cargo de la nutrición familiar, digo. Pero seguía sin ocurrírseme nada aparte de solomillo (ahora ya en versión ternera, buey y cerdo) con patatas fritas (a veces a lo pobre), lo que resultaba un problema pues a mi padre le había subido el ácido úrico a mil y le restringieron la carne como si se fuera a morir al solomillo siguiente.

Tenía que pensar algo, y rápido...

:-D


RECETA PATERNAL DE LENTEJAS CON MEJILLONES

1 kg de lentejas (lo juro)
2 cebollas grandes en dos trozos
5 ajos sin pelar
3 tomates cortados en trocitos
3 pimientos verdes
3 zanahorias
1 chorizo de cantimpalo
Béicon al gusto
2 latas grandes de mejillones en escabeche
Jamón serrano al gusto
Laurel, sal, pimentón picante
½ vasito de aceite de oliva virgen, chorretón de vinagre (del corriente)

Poner todos los ingredientes, menos los mejillones, en una olla (grande, que luego crece todo), cubrir de agua (como cuatro dedos por encima de los ingredientes). Cocer a fuego lento cuatro horas. Añadir los mejillones con su jugo y cocer otra hora más.


domingo, 8 de junio de 2014

Repetimos: el optimismo se puede reaprender.

El pesimismo paraliza y conduce a la debilidad,
el optimismo fortalece y conduce al poder.
William James


Antes de salir nos ponemos los rulos (o nos abrasamos el pelo con las planchas), nos ponemos los pantalones o la falda que mejor nos sientan (o eso creemos), nos coloreamos la cara para tener mejor aspecto, nos aseguramos de que nuestras uñas y nuestros zapatos estén limpios, respiramos hondo pensando en el día que tenemos por delante y nos decimos: “Vamos allá”, con una especie de temorcillo puto que nos encoge el estómago lo justo. Lo justo para permitirnos enfrentar el día como mejor podamos pero no lo suficiente para salir de casa reventones camino de esa reunión o esos tomates (que no saben a nada en Madrid desde hace ya décadas) decididos a hacernos con todo.

Pero lo importante de verdad no nos lo ponemos para salir. En realidad, no nos lo ponemos casi nunca

No caemos en que más importante que el maquillaje, los zapatos limpios o llevar el pelo impecable es ponernos nuestro optimismo. Nos olvidamos de buscarlo (porque está ahí, sin duda) y calzárnoslo antes de empezar nuestra rutina, enfrentar esa reunión de la que depende un trabajo o, simplemente, ir a la compra a por unos tomates que sepan a algo.

De que algo salga mal o bien siempre hay un cincuenta por ciento de posibilidades. ¿Por qué tirarnos al cincuenta por ciento que nos paraliza, nos encoge el estómago o nos impide disfrutar de esa reunión o esa visita a los puestos del mercado?

El optimismo es nuestro y lo hemos olvidado. Pero podemos recordarlo o incluso volver a aprenderlo. ¿Qué perdemos? Con una actitud relajada y expectante, nuestras posibilidades de que la cosa salga bien, o al menos no salga mal, aumentan en un 85%. ¿Qué, al final, no sale la cosa exactamente como deseábamos? Pues a otra cosa mariposa. Eso no ha salido a nuestro gusto hoy, pero puede salir mañana —o pasado, o el mes que viene— con la actitud adecuada: saber que llegará; que eso es nuestro y que lo único que tenemos que hacer es saber que llegará y seguir en nuestros asuntos haciendo lo que tengamos que hacer mientras llega.

La mala noticia, como ya anticipé tiempo atrás, es que es un trabajo de toda la vida...

Pero al igual que un día, hace ya mucho tiempo, nos habituamos a ver por adelantado el lado oscuro de las cosas :-D, podemos hoy elegir lo contrario y habituarnos a lo bueno. Puede que nos cueste algún tiempo y esfuerzo —es un trabajo de cada día, lo siento—, y es posible que sintamos en ocasiones la tentación de volver al camino viejo y cómodo (aunque puto). No lo hagas.

Lo importante en esos momentos es ser conscientes de esa tentación y resistirnos a ella. No seguir por el camino conocido, cómodo y oscuro tiene su recompensa: un día, en un momento dado, caemos en la cuenta de que hemos trillado una nueva vía de tanto pasar por ella. Una nueva vía que ahora nos lleva, sin esfuerzo, por ese otro cincuenta por ciento luminoso de nuestras posibilidades y expectativas. Y ese es el objetivo: crear día a día una nueva pista por la que deslizarnos sin esfuerzo. Ese es el camino que nos conviene.

Porque recuerda: pertenecemos a una especie cuyas cualidades principales son el coraje, el gusto y la curiosidad por tomar riesgos, el amor por aprender cosas nuevas, por probar nuevos sabores, por superar miedos (realmente infundados) con un valor que no sabíamos que era nuestro y porque intuimos que la empatía importante de verdad la tenemos que tener, ante todo, con nosotros mismos. ¿Llamarías tonto de remate o hijoputa a un amigo que ha fallado en un primer intento de algo importante para él? ¿O lo animarías a que siguiera una y otra vez, asegurándole que lo conseguiría?

Siempre, siempre, eliges tú... ¡Qué buena noticia! ¿Qué vas a hacer con ella? :-D

Te deseo una feliz y optimista semana de exámenes finales, bodas y comuniones, todo ello propio de junio. Inevitablemente. :-D