lunes, 15 de febrero de 2016

Pasiones: Escribir (I). No todo es lo que parece...

Escribir es eso:  un placer oculto. 
Tiene que ver con la atracción, con palabras que
no puedes evitar utilizar al describir cosas demasiado interesantes
para que queden en el olvido. Y olvídate de las nobles razones.
Julia Cameron


Hotel Kafka.
El nombre podría haberme dicho algo. De ser más avispada, hubiera tenido tiempo de echarme atrás.
HOTEL: lugar físico con muchas habitaciones en alquiler —algunas de ellas, pocas, soleadas y con vistas—, largos pasillos y una recepción, en la planta calle, que vigila le entrada y salida de los que así se alojan. Por lo general, aunque no siempre, a cargo de alguien con don de gentes.
KAFKA: sin pensarlo mucho, siempre me viene a la cabeza el color negro, cambios aterradores, ambiente de penumbras, placeres ocultos (no muchos) e historias tristes bien escondidas tras las paredes, junto con pocos momentos de verdadera alegría; quizás por escasos, muy apreciados y solitarios.


Hace años hice aquí el curso True Crime sólo porque me gustaba el título y porque pretendía convertirme en escritora de novela policíaca. Siempre he sido muy descuidada y frívola al elegir los caminos de mi vida.
Quedé luego prendada del Kafka, de su ambiente "estudiantil adulto": muchos alumnos excitados, charlando en grupo a todo lo largo y ancho de la entrada, con un café en la mano y la carpeta azul de apuntes (o eso supuse) en el regazo. Todos sin excepción tenían los ojos brillantes y hablaban deprisa. En el mostrador de recepción tres personas sonrientes (una de ellas con pinta de lo que siempre he imaginado sería un escritor atormentado) ofrecían información acerca de a dónde teníamos que dirigirnos para nuestra primera clase. 
Me sentí un poco apabullada y fuera de lugar; hacía mil años que no estudiaba nada, mucho menos algo que me interesara al punto de ponerme nerviosa. Pero mi excitación pudo con mi temor. Recuerdo que, parada allí en medio, deseé con fervor "ser de alli"; todos los demás parecían conocerse.
De camino al aula que me indicaron cogí al vuelo un panfleto de una de las mesas de recepción: II Máster en Escritura Creativa. Hotel Kafka. Madre mía, pensé, ¡existe un máster en esto!
Desde ese momento, decidí que un día sería alumna de esto. Guardé mi panfleto y me metí en clase.
Para mi sorpresa y enorme alegría, el True Crime resultó no ser un curso de escritura sino, más bien, un curso de ciencias forenses y técnicas policíacas. En mis prisas por hacer algo en el Kafka, y siguiendo mi obsesión por el género negro, había pasado por alto leerme la información básica acerca del curso y me había quedado  —con gran alegría— en el primer renglón de la info: Curso eminentemente práctico. Mi lectura descuidada de esas palabras demostró lo poco puntillosa que fui al interpretarlas según mis temores más profundos: escribirás sobre crímenes hasta matarte. Siempre me ha dado miedo escribir.
Resultó ser otra cosa muy distinta: un curso completo y exhaustivo acerca de fiambres llegados a estado de fiambre por causas no naturales, normalmente por mano ajena y no siempre desconocida (creo recordar que el 85-90% de los crímenes son cometidos por familiares, amigos y/o conocidos de la víctima).
Con extensos y detalladísimos reportajes fotográficos, conocimos casi todas las posibilidades de lo que un humano es capaz de hacerle a otro, vivo o muerto: desde meterle una bala en la cabeza (lo más sencillito y limpio) hasta introducirle un palo astillado por el culo, con todas las posibilidades entre medias de estas dos que puedas imaginar. Desde sencillamente desmembrarlo y cortarle la cabeza hasta trocearlo pequeñito para un rico ajillo. Desde matar en un arrebato de pasión incontenida de celos (crime pasionelle, me encanta el nombre) hasta matar fríamente con técnicas exquisitas y novedosas, estudiadas y refinadas a lo largo de años deseando la venganza.
También aprendimos a diferenciar entre un agujero de entrada y uno de salida (de bala). El que más me gustó, por las fotos, fué el de forma de estrella. Aunque, desde luego, las fotos de los balazos no eran tan espectaculares como las de los descuartizamientos en vivo (mucha sangre, mucha).
Y hubo más sorpresas: resultó que "el forense" no existe como tal, porque forenses son todos los implicados en la resolución de un crimen: médicos, fotógrafos especializados de la poli, los detectives, abogados, psicólogos... Hasta las evidencias del crimen y el papel que juegan en su resolución son "el forense".
También se nos detalló, con amabilidad y profesionalidad, la información que un cuerpo muerto puede revelar: mecanismos, causas y maneras en que llegó al estado de fiambre. Y, por supuesto, los pasos que han de darse para mantener intacta la escena del crimen y las evidencias que el asesino haya podido olvidar por allí: manchas de sangre, restos de ADN, huellas digitales o de zapatos, el arma asesina (aunque esto no es muy habitual, los asesinos no suelen despistarse en algo tan gordo). Todo ello ayudará tanto a la policía como al escritor a la hora de reconstruir la escena del crimen.
También se nos ilustró en el asunto con casos de la vida misma que nos presentaron y explicaron en detalle un inspector de la Policía, un comandante de la Guardia Civil y una abogada y criminóloga que conocían el tema éste de los asesinatos al dedillo...

En 1983, Lynda Mann, una joven de 15 años, fue brutalmente violada y asesinada en la campiña inglesa, a las afueras de la pequeña ciudad de Narborough. En 1986, Dawn Asworth, también de 15 años, encontró un destino similar, lo que regó el pánico por toda la comarca. Cuando la investigación policial llegó a dique seco, los oficiales de la policía local decidieron probar con la nueva técnica de “la coincidencia del ADN”, que acababa de ser desarrollada por el doctor Alec Jeffreys en la Universidad de Leicester. La policía estaba convencida de que el asesino vivía y trabajaba por la zona, así que pidieron a todos los varones de por allí una muestra de sangre. Después de analizar varios miles de muestras, no se encontraron coincidencias. Y entonces, un hombre comunicó a la policía que un compañero de trabajo, Colin Pitchfork, le había propuesto que presentara una muestra de sangre en su lugar. En 1987, la policía obtuvo una muestra de sangre de Pitchfork y ¡bingo! allí estaba la esquiva coincidencia. Colin Pitchfork confesó y, en 1988, fue condenado a cadena perpetua. Y esta fue la primera vez que un análisis masivo de ADN se utilizó para resolver un caso criminal. Un true crime.

Los tres profesores de True Crime estuvieron, en todo momento, dispuestos a contestar con amabilidad y paciencia todas las preguntas que quisiéramos hacer los alumnos. Pero nunca se dio el caso de que tuvieran que contestar alguna pregunta, porque no hicimos ninguna.
No sé si porque las clases estaban ya perfectamente explicadas —que lo estaban— o por el encogimiento progresivo que nuestras carnes y espíritus experimentaban cada día ante los testimonios gráficos de lo que somos capaces de hacernos unos a otros, el caso es que no nos animamos a ahondar en ello. Total, para no escribir nunca la novela negra del siglo, ya teníamos suficiente información.
La dicotomía es mi estado natural por lo que es perfectamente entendible que reviva los detalles de aquel curso con tanto agradecimiento reverente como horror inolvidable.
Pero ese horror se queda corto si lo comparo con el que siento ahora, años después, aquí mismo, en el Kafka, cumpliendo mi deseo de cursar su máster en Escritura Creativa en el que, para mi sorpresa, sí tengo que escribir hasta matarme. 
Y lo tengo que hacer, a ser posible, bien, o lo mejor que sepa y pueda, aplicando para ello las 1.769 reglas, consejos y técnicas que he de mantener en la cabeza (que ya no es la misma) para hacer encajar personajes verosímiles que mantengan un buen ritmo de acción. Uno de ellos puede ser, o no, la voz narradora (que son muchas posibles) mientras bregan con un conflicto interesante que habrá de dar al menos un par de giros bruscos e inesperados para interesar al lector, creando a su paso posibilidades de desenlace creíbles y sorprendentes que consigues escondiendo información importante de maneras variadas pero no engañosas, que luego el lector te puede reclamar que le has manipulado. Además, la verosimilitud de la historia tiene que ser la bandera de la narración, aunque ésta transcurra en una urbanización de Júpiter en el año de Dios de 2390. Todo ello encabezado por un planteamiento impecable.
Al segundo día de clase pensé seriamente en abandonar: no me sentía capaz de aprender a hacer todo eso; conseguirlo sería más que una hazaña. De entrada, lo encontré imposible (al margen del hecho de que era incapaz de volver a aprenderme de memoria, a estas alturas, nombre y significado de palabras como elipsis, oximoron, endecasílabo, etc.).
Pero resulta que existía una varita mágica que te resuelve todos estos problemas de una vez: la escaleta. La escaleta es, según entendí, el pasillo que te lleva, directa y triunfante, a una de las habitaciones más soleadas del hotel, la suite Impecablemente escrito con vistas al parque Nueva autora que hará escuela.
Cuando lo supe lloré de agradecimiento, deseosa de aprender a hacer escaletas como nunca he deseado nada en mi vida. Contaba los días que quedaban para que Chavi Azpeitia (ya profesor nuestro de Lecturas II) comenzara a enseñarnos a hacerlas, entregándome así la clave de mi salvación.
Y llegó el día de la escaleta.
Y la escaleta, para mi incredulidad, puso las cosas muchísimo peor... Y más oscuras.



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