domingo, 28 de agosto de 2016

Wabi sabi: el elogio de las sombras

La simplicidad es la esencia de la sofisticación.
Leonardo Da Vinci.

A menudo me dejaba perpleja el absoluto arrobo y la total concentración con que mi hija mayor contemplaba las páginas de enormes y pesados libros de mitología japonesa. Era pequeña, muy pequeña todavía. Y amaba todo lo japonés, nunca supe por qué. Sin duda, pensaba yo, esos intrincados y coloridos dibujos de dragones y flores de loto son muy atractivos para sus ojitos.

Luego vinieron los Pokémon. Más tarde, en la adolescencia, llegó el Manga. Cientos de libros de cómics japoneses llenan desde entonces sus estanterías. Dibujaba Manga como una maestra, sin haber cogido antes un lápiz de color para dibujar ninguna otra cosa. Después, a la par que los vampiros de Anne Rice, llegaron los kimonos; con ellos acudía a fiestas juveniles de fin de año y bodas familiares.

Poco a poco, y a la sutil manera japonesa, Japón se incorporó a nuestra vida sin hacer ruido, instalándose definitivamente en su cuarto.

Durante los primeros años de su carrera universitaria empezaron a entrar en casa películas y libros sobre cine japonés que encontraron, sin dificultad, un sitio de honor entre sus diccionarios profesionales. Los DVDs firmados por directores de cine con apellidos repletos de kas y vocales débiles, colocadas de forma tan ajena que pronunciarlos me parecía una hazaña lingüística, se instalaron en sus estanterías.

-Bueno, seguramente fuiste japonesa en una vida anterior, y esa vida fue corta -le decía.


Yo le presenté a Mishima.

Poco antes de casarme con otro me había enamorado de él. Su prosa impecable, exaltada y, aún así, contemplativa; el preciosismo de sus descripciones; la abierta exposición de los sentimientos de sus protagonistas, profundos y carentes, a la vez, del barullo explicativo y tormentoso occidental. Sentimientos tan delicados y, sin embargo, soberbios en su crudeza... Por no hablar del romanticismo que desprendía cada minuto de su vida personal, tan misteriosa y extrema que, por su homosexualidad (¡qué desperdicio!) y sus contundentes ideales políticos y sociales, lo guió hacia un inevitable suicidio ritual que elevó el sepuku a cotas inimaginables en el arte de la muerte por la propia mano. Todo ello y mucho más había hecho que me enamorara perdidamente de Yukio Mishima de forma irremediable... sin la necesidad imperiosa de enamorarme, también, de su Sol Naciente.

También enamoró a mi hija, casi tanto como Harry Potter lo había hecho y como luego lo harían Murakami y otros tantos escritores nipones. Cuando se fue a Canadá a terminar la carrera, Japón salió de casa junto con sus maletas, dejándonos a su hermana y a mi un poco huérfanas. La sombra de Japón, a pesar de todo, seguía flotando de forma sutil en su cuarto, y cuando sentía nostalgia de mi hija me sentaba unos momentos allí, bajo su techo con forma de pagoda.

Cuando empecé a investigar seriamente sobre la felicidad no se me ocurrió buscar en Japón. Estudié filosofías y busqué métodos e ideales religiosos que nombraran a la felicidad como protagonista de una vida en todas partes; pero no se me ocurrió mirar en Japón.

Dí con religiones y filosofías occidentales que basan lo importante en la austeridad cotidiana, la resignación, el cumplimiento de los rituales -personales y comunitarios-, la inescrutable voluntad de Dios (sea eso lo que sea), el respeto estricto a la ley, la importancia de olvidarnos de nosotros mismos y de nuestras pretensiones para prestar atención a los demás y las suyas (la caridad)...  Digo yo que habrá que encontrar un término medio. Y por ahí sigue mi búsqueda.


Cayeron luego  en mis manos todo tipo de libros y manuales, legajos y estudios universitarios procedentes de todos los rincones (el que busca siempre encuentra, dicen). Soy ese tipo de escéptica que, por si acaso, prueba. Hago caso de lo que me parecen señales, o guiños por si lo son.

Hace ya un tiempo que vengo notando que Japón planea de nuevo sobre mi vida sin que mi hija tenga nada que ver con ello, aunque me parece curioso el hecho de que se haya vuelto a instalar en España. ¿Señales, guiños? Por ejemplo, el curso pasado, en una reunión de un club de lectura, comentamos El elogio de la sombra, de Tanizaki; no hace mucho releí, por inclinación repentina, Nieve de primavera, de Mishima; y ahora empiezo a oír hablar del Wabi sabi, el secreto japonés de la felicidad. ¿Señales, guiños?

¿Y qué es el Wabi sabi?

Dice Leonard Koren que, en el panteón de los valores estéticos japoneses, el Wabi sabi ocupa una posición similar a la que tienen en Occidente los ideales de belleza y perfección de la antigua Grecia.

Este secreto japonés de la felicidad con nombre de salsa picante hace referencia a la belleza de lo imperfecto, la fuerza ocula de lo sencillo, el lado luminoso de las sombras, la importancia de lo incompleto. El algo sutil y a la vez espontáneo donde la naturaleza ejerce de maestra en el arte de vivir la belleza y la armonía tomando un camino nuevo. El valor de lo imperfecto y lo efímero nos prepara para disfrutar -en lugar de soportar- el milagro de la vida en general, y de la nuestra en particular.

"Demasiado bonito queda feo" sería un buen resumen de esta visión artísica zen que surge en oposición al perfeccionismo chino del siglo XVI y que se inspira en la contemplación de la naturaleza (imperfecta siempre, según los cánones geométricos clásicos), representándola en el arte floral Ikebana, los haikus, el teatro Noh e incluso, por qué no, en su ceremonia del té, tan llena de elegancia en el recato de sus movimientos.
No vamos a convertirnos en japoneses de alma; creo que ni podemos ni queremos. Pero sabiendo un poco más sobre esta forma nipona de ver la vida es muy posible que alguna de sus perspectivas nos llame y haga prosperar en nosotros el deseo de cambiar nuestra visión acerca de alguna de las áreas importantes de nuestro "terrible cotidiano". Sólo por ver si mejoran vale la pena el intento.

Wabi es la sensación que nos provoca el cielo una tarde de otoño, la melancolía del color cuando todo sonido ha sido silenciado y, por alguna razón que la mente no puede explicar, las lágrimas brotan de nuestros ojos sin control. Es la expresión de esa belleza que, como la naturaleza misma, es a la vez oscura y luminosa, triste y jubilosa, dura y maleable; es esa fuerza natural que no es perfecta sino siempre cambiante y fuera de alcance. Wabi es una idea filosófica. Wabi, para los japoneses, es la fuerza.


Sabi es, fundamentalmente, un concepto estético, un espíritu poético íntimamente relacionado con la perspectiva wabi de la vida. De ahí el nombre de Wabi sabi.


Creo que la prisa es una enfermedad occidental que ha alcanzado niveles planetarios. Hasta no hace mucho era inimaginable pensar en un japonés o un balinés estresado; un indio de la India amargado; un lama enfadado o un chino saliéndose de madre... Con un poco más de esfuerzo, imaginaremos todo eso y mucho más sin problema.

Cuando cerramos los ojos, nuestras cabezas se llenan de imágenes de momentos pasados y momentos futuros, de cosas que un día soñamos y no llegaron, de cosas que teníamos y desperdiciamos lanzándolas a la basura por abrumamiento. Nunca nos llenamos del momento que estamos viviendo sino de otro cualquiera. Como consecuencia, casi todo lo que pensamos cuando atravesamos momentos complicados de la vida parece llevarnos a callejones sin salida, mientras una vocecita tímida y asustada nos propone que huyamos de ahí. A veces nos cuesta respirar. A menudo no podemos dormir. Y casi nunca podemos escucharnos a nosotros mismos.

Y sí, huimos, sí. Llenando nuestros armarios de cosas que no necesitamos, bebiendo y comiendo de más, gritando a nuestro cónyuge o a nuestros hijos sin motivo, mostrando en las redes sociales nuestras más íntimas decepciones y miserias, nuestra rabia o nuestros cuerpos; huimos de mil maneras buscando esa palmadita en la espalda que no sabemos darnos a nosotros mismos porque no somos perfectos, ni siquiera suficientes. O eso creemos.

El wabi-sabi se fundamenta en la idea de la belleza, la simplicidad, la moderación y la humildad que todos, en el fondo, somos. Nos enseña a descubrir la belleza de las cosas con toda su imperfección, su sencillez y su fugacidad. Nada en la naturaleza tiene un carácter permanente: las hojas se caen en otoño, la nieve mata las flores en invierno. La primavera las obliga a renacer y el verano les da su máximo esplendor. Y todo vuelve a empezar. Como nosotros.

El wabi-sabi contempla lo que es y acepta el constante cambio y movimiento de todo lo existente, el flujo de la vida en su esplendor recatado (me encanta la palabra!). El exceso, en cambio, persigue el perfeccionismo, lo opuesto absoluto a la naturaleza. "No existe el perfeccionista feliz; se sabría", nos advierte generosamente Marie Hadou. Lo malo del perfeccionista es que piensa que lo conseguirá, que será el primero en conseguirlo aunque nadie lo haya hecho antes. Y ahí seguimos.

El wabi-sabi no contempla lo accesorio ni lo superfluo, se centra en la importancia de la moderación y la esencia misma de lo que ya es. Ve y refleja los sutiles contrastes que nos ofrece cada momento, cada objeto, cada persona. Es el Arte del Zen con mayúsculas, el arte de la sencillez. Estar contento con lo que es ahora mismo sin dejar por ello de aspirar a más parece ser el verdadero arte de la felicidad.

No importa en lo que se persiga, la uniformidad y la perfección euclidianas parecen ser poco aconsejables para la paz de espíritu y el contento mental. No necesitamos temer la perfección porque nunca la alcanzaremos, nos advertía el loco Dalí. Dejar algo incompleto lo hace interesante y nos da la sensación de que queda espacio para que crezca.

En todas las cosas, por fortuna, hay una fisura. Y es por esa fisura precisamente por donde entra la luz.